En los años setenta ya estaba asentada la creencia en Alicante de no volver a darle la espalda al mar. Aquella ciudad cuyos edificios, incluidos los de la Explanada, le giraban la cara al agua por sus olores y el trasiego de las barcas de los pescadores había pasado a mejor vida. En 1975, con el turismo siempre en la boca y con las playas como mejores embajadoras de la provincia, las vistas al mar se convirtieron en un codiciado objeto de deseo para constructores y compradores. Así se había levantado unos edificios imponentes en la primera línea del Postiguet, difuminando el coqueto y primigenio Raval Roig, y así se erigía la Albufereta, que a finales de septiembre de hace 50 años llevaba la polémica a la primera plana.
Las últimas edificaciones en el paseo de la Cantera, espigadas y prominentes, estaban originando un problema a muchos vecinos de la ciudad, indignados con que sus dimensiones obstaculizaban la panorámica del mar en sus paseos diarios. La polémica, no sin cierta razón, radicaba en que parte de las playas se estaba privatizando. «Quién fuera rico para poder ver el mar», sentenciaba el dibujante Enrique, tan mordaz y oportuno como siempre, en una de sus viñetas de aquella semana. Esas quejas no fueron más que el preludio de lo que vendría, una catarata de voracidad inmobiliaria que durante décadas esquilmaría la costa alicantina para llenarla sin piedad de cemento.
Otro enclave de moda para vivir era Mutxamel, donde se estaba acelerando cada vez más la construcción de chalets. El motivo, bien diferente al de las playas. Aquello era la constatación de una derrota, la de los agricultores, que daban por imposible sacar rentabilidad a sus cosechas. «La oliva ya no vale nada y la almendra no se paga», lamentaban. Por tanto, ante tantos palos en las ruedas en su faena diaria, optaban por vender sus terrenos y construir chalets en una zona tranquila. El primero en hacerlo fue un visionario; en aquella última semana de septiembre de 1975 el que no lo había hecho, lo estaba ultimando. En esas fechas la localidad alicantina contaba con unas 200 construcciones de este estilo, repartidas en ocho urbanizaciones residenciales.
En la actualidad diaria sobresalía el buen funcionamiento de la Escuela de Turismo, que se había quedado pequeña. Antonio López, secretario del centro, sacaba pecho: «Es que todos los estudiantes salen colocados». La entidad, en funcionamiento desde 1963, contaba con 120 plazas para formar futuros técnicos de la empresa turística y dependía de la Caja Provincial de Ahorros. Mientras, Ibi recibía a los niños de la Operación Plus Ultra, un clásico del franquismo, que visitaron cuatro fábricas y salieron del municipio agasajados con multitud de juguetes. También Santa Faz era noticia porque se había oficiado una boda con los novios vestidos de foguerers. Rosa Gisbert y Paco Lloret, de la Hoguera del Mercado Central, celebraron el enlace con una traca y la quema de una pequeña foguera a las puertas del monasterio.
En Alicante se llevaba a portada la fusión de 29 fabricantes de licores para poder sobrevivir ante las «leoninas» normas de consumo. También que el alcalde decretaba dos franjas para la comida de sus taxistas: de 13.30 a 15 y de 15 a 16.30 horas. En el norte de la provincia sobrecogía el ataque a Guillermo Pons, un ingeniero que llevaba un tiempo enarbolando la bandera de activista a favor de la costa de Xàbia, que venía sufriendo también la construcción masiva. A Pons le agredieron en su domicilio de madrugada, pero no le robaron nada. El delito urbanístico y el paisaje, un binomio que ya traía cola…
No era menos noticia, por extravagante, que por las calles de La Torre de les Maçanes deambularan monos y jabalíes. Había motivo justificado y es que se escapaban del Safari Park de Aitana, aunque no por ello los vecinos estaban más tranquilos. En realidad, quejas siempre había y hay en cada rincón; los agricultores de Algueña levantaban la voz, no por el pedrisco sino por el «pedrusco» [sic]. «Las canteras de mármol afectan a nuestros cultivos, caen sin remedio sobre ellos sin que haya autoridad que lo evite», decían. Ante esa vorágine de día a día siempre funcionaron bien las revistas de humor, tan en boga en aquellas décadas; una de ellas, La Codorniz, se anunciaba en este periódico con su célebre lema: «La revista más audaz para el lector más inteligente».
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