Una investigación ha identificado 15 marcas moleculares en el ADN que actúan como interruptores genéticos, encendidos por nuestras vivencias, y que podrían explicar por qué algunas personas desarrollan la depresión. Está directamente conectada con la inflamación y la biología de todo el cuerpo.
La depresión es una condición médica compleja que afecta a millones de personas en todo el mundo y hunde sus raíces en una intrincada interacción entre la herencia genética y las experiencias de vida. Durante décadas, los científicos han buscado descifrar este enigma, pero ahora un nuevo estudio revela cómo el entorno y nuestro estilo de vida pueden dejar una «huella» química en nuestro ADN, alterando el riesgo de padecer esta enfermedad.
La clave de este descubrimiento se encuentra en el campo de la epigenética, una disciplina que actúa como un puente entre los genes con los que nacemos y el mundo que nos rodea. Si imaginamos nuestro ADN como un vasto manual de instrucciones, la epigenética sería como un conjunto de marcadores o interruptores que deciden qué páginas de ese manual se leen y cuáles se ignoran.
Uno de los mecanismos más estudiados es la metilación del ADN, un proceso por el cual pequeñas moléculas se adhieren a los genes para activarlos o desactivarlos, a menudo en respuesta a factores como el estrés, la dieta o el consumo de alcohol y tabaco.
Metaanálisis
En este trabajo, investigadores de todo el mundo llevaron a cabo un metaanálisis que abarcó a casi 25.000 personas de ascendencia europea y una muestra de población de Asia oriental. Su objetivo era escanear el genoma en busca de estas marcas de metilación asociadas con el diagnóstico de depresión mayor. El tamaño y la rigurosidad de este trabajo, publicado en la revista Nature Mental Health, le confieren una solidez muy superior a la de estudios anteriores.
El equipo identificó 15 puntos específicos en el ADN (conocidos técnicamente como sitios CpG) donde los patrones de metilación estaban significativamente asociados con la depresión. Profundizando en estos hallazgos, descubrieron que muchas de estas marcas epigenéticas se localizaban en genes vinculados a procesos del sistema inmunológico y la inflamación. Esto refuerza una idea cada vez más aceptada en la medicina: la depresión no es solo un trastorno del cerebro, sino que está profundamente conectada con la biología de todo el cuerpo, y la inflamación crónica podría jugar un papel crucial en su desarrollo.
Solapamientos biológicos
Además, algunas de estas «huellas» genéticas se encontraron en genes previamente relacionados con otras condiciones de salud, como trastornos autoinmunes, la obesidad y la esquizofrenia. Esto sugiere que a nivel molecular existen solapamientos biológicos que podrían explicar por qué ciertas enfermedades tienden a coexistir en una misma persona.
Una de las preguntas más importantes que plantea este tipo de investigación es si estos cambios epigenéticos son una causa o una consecuencia de la depresión. Utilizando una técnica estadística avanzada llamada aleatorización mendeliana, el estudio pudo determinar que es más probable que estas variaciones en la metilación del ADN contribuyan causalmente al desarrollo de la depresión, y no al revés. En concreto, se identificaron y replicaron siete vínculos causales potenciales, abriendo una nueva vía para entender el origen de la enfermedad.
Referencia
A methylome-wide association study of major depression with out-of-sample case–control classification and trans-ancestry comparison. Xueyi Shen et al. Nature Mental Health (2025). DOI:https://doi.org/10.1038/s44220-025-00486-4
Paso de gigante
Aunque estos descubrimientos no se traducirán en un nuevo tratamiento de la noche a la mañana, sí representan un paso de gigante. Los investigadores lograron crear una «puntuación de metilación» que, si bien aún no es lo suficientemente preciso para un diagnóstico, demuestra que estas firmas biológicas en la sangre podrían, en el futuro, ayudar a identificar a personas con mayor riesgo.
Sobre todo, este trabajo aleja la depresión de la sombra del estigma y la sitúa firmemente en el ámbito de la biología, demostrando con más fuerza que nunca que es una enfermedad con bases físicas y medibles, inscrita en la forma en que nuestras vidas interactúan con nuestros genes.