Vivimos el colapso de la previsibilidad. Nadie sabe lo que nos espera de aquí a unos años. Durante siglos compramos boletos en el sorteo de la seguridad: educación, trabajo, pensión. Hoy esos billetes se han devaluado. Hemos perdido el manual de instrucciones del futuro. Antes el guion era simple: estudiar, trabajar, hipotecarse, jubilarse… ahora el libreto lo escribe un algoritmo en prácticas que cobra en criptomonedas. El mañana es una tómbola, pero con los premios cambiados por facturas de la luz. La banda sonora es el eco. La soledad se mide en gigas.
El futuro ya no parece una autopista recta con peajes, sino una rotonda infinita en la que damos vueltas sin saber qué salida tomar, mientras sobreviene el mareo de lo imprevisible. Con la Inteligencia Artificial desaparecerán muchos empleos; desconocemos qué nuevos trabajos aparecerán. Mientras, los economistas, que ya solo hablan el lenguaje de los jeroglíficos, nos piden confianza en los mercados, demiurgo místico a recaudo de una caja de caudales en un banco de Suiza que se alimenta de lágrimas de mileuristas.
¿El futuro a 25 años vista? La respuesta es sencilla: trabajaremos para jefes virtuales que nos despedirán vía sticker; compraremos casas en el metaverso porque en el mundo real el precio de la vivienda seguirá disparado y votaremos desde el váter en papeletas de papel higiénico que entregarán en mano repartidores de Amazon. Pero tranquilos: siempre nos quedará Netflix para ofrecernos, con la voz de Alexa, la ilusión de que el desastre global tendrá próximamente una segunda temporada.
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