Hay una relación histórica bien estudiada entre los esfuerzos coloniales y los genocidios que llevan aparejados. Ambos han sido tradicionalmente impulsados y facilitados por el sector empresarial corporativo como ha mostrado Philip Stern (Oxford, 2018) conduciendo a una modalidad de dominación que Susan Koshy (Duke University Press, 2022) denominó «capitalismo racial colonial». No estoy hablando de la India del Imperio británico y su Compañía de las Indias Orientales, ni de Bélgica y su Compañía para el Comercio y la Industria del Congo Belga, aunque esos sean ejemplos palmarios. Hablo de la colonización israelí de las tierras palestinas, de su expansión hacia el territorio palestino ocupado y de la institucionalización de un régimen de apartheid colonial (Andy Clarno, University of Chicago Press, 2017).
El 11 de julio pasado el Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas presentó el Informe del Relator Especial sobre la situación de los derechos humanos en los territorios palestinos ocupados desde 1967 (A/HRC/59/23), un demoledor trabajo de investigación que muestra cómo, mientras la vida en Gaza es arrasada y Cisjordania completamente invadida, el genocidio continúa por la simple razón de que es lucrativo (sic) para muchos. El informe realizado con datos de unas 1.000 entidades corporativas (empresas comerciales, corporaciones multinacionales, entidades con y sin fines de lucro, ya sean privadas, públicas o estatales) indica que, aun siendo difícil capturar plenamente la escala y el alcance de las décadas de connivencia corporativa en la explotación del territorio palestino ocupado, la realidad muestra claramente la integración de las economías de ocupación colonial y de asentamiento con el proceso de genocidio. Al analizar la economía política del proceso, el informe revela cómo la ocupación permanente se ha convertido en el campo de pruebas ideal para los fabricantes de armas y las grandes tecnológicas, proporcionando una oferta y una demanda ilimitadas, con poca supervisión y ninguna rendición de cuentas, mientras que los inversores y las instituciones privadas y públicas se lucran libremente.
Las entidades corporativas han desempeñado un papel clave en la sofocación de la economía palestina al sostener la expansión israelí en los territorios ocupados facilitar la sustitución de los palestinos. Las restricciones draconianas al comercio, la inversión, la plantación de árboles, la pesca y el agua para las colonias, han debilitado la agricultura y la industria, convirtiendo el territorio palestino ocupado en un mercado cautivo; las empresas se han lucrado explotando la mano de obra y los recursos palestinos, degradando y desviando recursos naturales, construyendo y abasteciendo de energía a colonias, y vendiendo y comercializando bienes y servicios derivados tanto en Israel, como en el territorio palestino ocupado y a nivel mundial. El Acuerdo Provisional Israelí-Palestino sobre Cisjordania y la Franja de Gaza (Acuerdos Oslo II) consolidó esta explotación, institucionalizando de facto el monopolio de Israel sobre el 61 % de Cisjordania, rica en recursos (Área C). Israel se beneficia así de esta explotación, y ello le cuesta a la economía palestina al menos el 35 % de su PIB.
Tras octubre de 2023, con la duplicación del presupuesto de defensa israelí y en un momento de caída de la demanda, la producción y la confianza del consumidor, una red internacional de corporaciones ha apuntalado la economía israelí. Blackrock y Vanguard se encuentran entre los mayores inversores en empresas armamentísticas esenciales para el arsenal de Israel como Lockheed Martin o Elbit Systems. Los principales bancos mundiales han suscrito bonos del Tesoro israelí, que han financiado la devastación, y los mayores fondos soberanos de inversión y de pensiones han invertido en valores públicos y ahorros privados en la economía genocida, mientras afirman respetar las directrices éticas. Solo Vanguard ha comprado bonos del gobierno de Israel por valor de 546 millones de dólares.
Las compañías armamentísticas han obtenido ganancias casi récord al equipar a Israel con armamento de vanguardia que ha devastado a una población civil indefensa. La maquinaria de los gigantes mundiales de la construcción ha sido fundamental para arrasar Gaza, impidiendo el retorno y la reconstrucción de la vida palestina. Los conglomerados de energía extractiva y minería, si bien proporcionan fuentes de energía civil, han alimentado las infraestructuras militares y energéticas de Israel, ambas utilizadas para crear condiciones de vida calculadas para destruir al pueblo palestino.
Además de Gaza, el inexorable proceso de anexión violenta de Cisjordania, incluida Jerusalén Oriental, continúa. La agroindustria aún sustenta la expansión de la industria de los asentamientos. Las mayores plataformas de turismo en línea continúan normalizando la ilegalidad de las colonias israelíes. Los supermercados globales siguen ofreciendo productos de los asentamientos israelíes. Y las universidades de todo el mundo, bajo el pretexto de la neutralidad en la investigación, siguen beneficiándose de una economía que ahora opera en modo genocida. De hecho, dependen estructuralmente de las colaboraciones y la financiación entre asentamientos y colonias.
Las cosas siguen como siempre, pero nada en este sistema, en el que las empresas son parte integral, es neutral. Como indica el informe de Naciones Unidas, el perdurable motor ideológico, político y económico del capitalismo racial ha transformado la economía israelí de desplazamiento y reemplazo de la ocupación por una economía de genocidio.
Las obligaciones de las empresas y de los derechos humanos no pueden aislarse de la empresa israelí de asentamientos coloniales ilegales en el territorio palestino ocupado, que ahora funciona como una maquinaria genocida, a pesar de que la Corte Internacional de Justicia ha ordenado su desmantelamiento total e incondicional. Las relaciones empresariales con Israel deberían cesar hasta que cesen la ocupación y el apartheid y se otorguen reparaciones. El sector empresarial, incluidos sus ejecutivos, deberían rendir cuentas, como paso necesario para poner fin al genocidio.
Cuando James Carville en 1992, para la campaña de Clinton frente a Bush padre, acuñó la frase «Es la economía, estúpido», para recordar que había que centrarse en los problemas reales de la gente, nadie podía imaginar hasta qué punto el sentido de la expresión se daría la vuelta para significar «Es la economía la que mata a los Palestinos, estúpido, no el gobierno de Israel». Y, además, si unas manifestaciones de unas horas contra el genocidio transforman Madrid en Sarajevo (Ayuso dixit) entonces los hosteleros no podrán vender suficientes cañas a los turistas. Y esto ya sabemos que si que sería un problema «real».
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