Pedro Sánchez, redivivo defensor de la coherencia internacional, ha encontrado una causa con la que abrochar su chaqueta presidencial y obtener réditos para enervar su alicaída imagen interna: expulsar a Israel de los certámenes musicales y competiciones deportivas hasta que cese la barbarie en Gaza. El presidente, siempre dispuesto a salvar al mundo mientras se le incendia la moqueta de Moncloa, ha encontrado un clavo ardiendo al que asirse: Eurovisión, ese festival de bichos raros y performances de saldo y lentejuela que muchos españoles solo miramos de reojo para confirmar que la vergüenza ajena desborda los pentagramas. Ahora amenaza con que España no participará si lo hace Israel, convencido de que la UER caerá de rodillas solo porque RTVE retire su cuota de flamencas descalzas y chiquilicuatres. Ojalá nos libre de semejante tostón.
A lo peor, el líder plenipotenciario pretende recuperar, en arrebato ético, el festival de la OTI como alternativa hispanoparlante, para deleite de uno y otro lado del charco. Convocar en aquelarre musical a la Venezuela de Maduro, la Nicaragua de Ortega o la Bolivia de turno, agitando las castañuelas de la diplomacia de pacotilla. El resultado sería glorioso: un sarao indígena de zambomba revolucionaria patrocinado por regímenes que censuran hasta el karaoke.
Sánchez ha decidido ser el primero en dar el cante a gritos sobre un escenario en el que otros prefieren guardar silencio. Europa ya piensa en nombrarle delegado en la ONU de «Eurorrisión».
Suscríbete para seguir leyendo