La clave está en los estomas, esas aperturas microscópicas o poros por los que las plantas intercambian gases (el CO₂ de la fotosíntesis) y pierden agua a través de la transpiración, cuenta Armando Albert, investigador del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC). Ha sido analizando la manera en que la planta regula esos microporos lo que ha inspirado al equipo de Albert en el desarrollo de una molécula a la que han llamado cianobactina invertida (iCB). «Hemos logrado que esta molécula realice la misma función que la hormona que cierra de modo natural los estomas», explica el científico del Instituto de Química Física Blas Carrera (IQF-CSIC). ¿Y qué han conseguido con eso? «Pues que la planta ahorre agua, que deje de realizar la evaporación y que, por tanto, no se deshidrate tan fácilmente», señala.
«El resultado es espectacular», afirma rotundo Albert, en conversación con este diario. La molécula ha sido aplicada, mediante un espray, sobre las hojas de tomateras, vides y trigo y las plantas tratadas han mostrado una resistencia óptima a la sequía severa, «sin comprometer la realización de la fotosíntesis, lo que les permite mantener su productividad«, subraya. Los resultados se han publicado esta semana en una de las revistas punteras de la ciencia de plantas, ‘Molecular Plant’, y han sido patentados por el CSIC en colaboración con la empresa gallega GalChimia y la Universitat Politècnica de València (UPV).
«El hallazgo supone un hito en la lucha contra los efectos del cambio climático en la agricultura», defiende el CSIC. Lo que proponen los investigadores que han creado la molécula iCB es que las plantas solo se rocíen con esta sustancia cuando sea necesario. «Evidentemente, cuando no se dé una situación de sequía, no será necesario el tratamiento, de manera que si un agricultor no dispone de riego en un momento dado, podrá aplicar la molécula puntualmente en función del estrés hídrico de sus cultivos«, observa el científico.
Plantación de de tomates cherry de la empresa Agrícola Meya, situada en el núcleo de Joanet, en Arbúcies (Girona). / Agrícola Meya
La fitohormona que ha inspirado el desarrollo de la iCB es el ácido abscísico (ABA), que ayuda a las plantas a soportar condiciones de frío, salinidad y calor extremo. «Nuestra molécula, además de regular la transpiración, también activa la expresión de numerosos genes de adaptación al estrés hídrico, por ejemplo, los que sintetizan moléculas protectoras como prolina y rafinosa», añade el coautor del estudio Pedro Luis Rodríguez, investigador en el Instituto de Biología Molecular y Celular de Plantas (IBMCP), adscrito también al CSIC y a la UPV. «Estudios preliminares en trigo y vid sugieren que esta molécula podría ser también activa en otras plantas de cosecha», apunta Rodríguez.
Además, el compuesto desarrollado por el CSIC activa otros receptores de ABA, como la que se da en la raíz de la planta, de manera que estimula el crecimiento hacia la humedad y la protección de la raíz en sequía. «La principal ventaja de esta nueva molécula es que no requiere de manipulación genética de las plantas tratadas, lo que la hace compatible con cultivos convencionales y evita las barreras regulatorias y sociales que existen respecto a los organismos genéticamente modificados», remarca finalmente Albert.
El investigador reconoce, sin embargo, que su trabajo no ha incluido «estudios toxicológicos», que deberán llevar a cabo, llegado el caso, las empresas o entidades que decidan dar el salto y comercializar la molécula patentada. «Hay que ver cómo termina su fijación en campo y ver cómo afecta a abejas, pájaros o peces, entre otros», señala, antes de que constatar que «si el producto no resulta dañino para las plantas con las que se ha trabajado, es posible que tampoco lo sea para estas especies animales».
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