«No sé cuándo nació la palabra ‘moda’, pero fue un día aciago. A lo largo de milenios la gente se las arreglaba con una cosa que se llama ‘estilo’, y puede que, en otros mil años, volvamos a recuperarlo», dijo en 1937 la diseñadora Elizabeth Hawes. Lo recuerda la periodista y activista Tansy E. Hoskins al inicio de la nueva edición de su Manual anticapitalista de la moda (Capitán Swing). Aplaudido por John Berger hace once años, en él despliega un comprometido análisis que desenmascara la moda como el dispositivo cultural y político que es. Una Hoskins que nos ha acostumbrado a ilustrar sus análisis desde el derrumbe del Rana Plaza en 2013, que dejó más de mil muertos; el vínculo de marcas como Levi’s con regímenes autoritarios; o desde la publicidad «inclusiva» de Dove que convive con prácticas discriminatorias en su cadena de producción.
Esta propuesta de lo responsable conecta con Pierre Bourdieu, quien en La distinción escribió eso de «el gusto clasifica, y clasifica al que clasifica», promoviendo un sistema de distinciones que, en el caso de la moda, actúa como el marcador social que es y que nos separa en función del acceso a los bienes simbólicos. En el nuevo texto, la Hoskins nos muestra cómo muchas de las marcas mantienen su aura de «exclusividad» para funcionar como diseñada frontera de clase, y actualiza con rigor un discurso de consciencia ante el mundo, con las mismas dosis de indignación que de esperanza.
Ya en su momento, Michel Foucault nos ayudaba a comprender cómo el cuerpo, vestido y exhibido, se convertía en superficie de poder. En Vigilar y castigar afirmaba que «el cuerpo está directamente inmerso en un campo político; las relaciones de poder lo invisten, lo marcan, lo entrenan». Ahora Hoskins denuncia cómo la industria utiliza esa disciplina: impone ideales de delgadez, juventud o incluso blancura, provocando nuevas ansiedades que alimenten el consumo. Hasta Roland Barthes en El sistema de la moda nos revelaba que «la moda es un código», signos organizadores de lo social. Hoskins también actualiza esta intuición, ya que las campañas de marketing refuerzan mitos de éxito, belleza o feminidad, aunque detrás oculten «desigualdades insostenibles» que diría Thomas Piketty, que delatan precariedad, explotación o el racismo más estructural.
Hoskins es consciente de cómo una camiseta condensa jornadas interminables en fábricas de Bangladesh o Vietnam, mientras quien la compra y viste sólo ve el fetiche de su mercancía. En Comprender las clases sociales, Erik Olin Wright proponía pensar en «utopías reales»: alternativas institucionales que permitan escapar de la lógica explotadora. Un autor con el que Hoskins coincide, pues la solución no sólo pasa por la elección individual de una posible «moda ética», sino por estructuras cooperativas y sindicales que devuelvan dignidad a quienes producen la ropa.
Una «ideología cínica» que se refleja en el consumo de una moda rápida, ya que somos conscientes del impacto ambiental y humano, pero continuamos comprando. Hoskins señala que la industria explota este cinismo cruel, transformando la indignación en pura mercancía, véase camisetas con lemas feministas fabricadas por mujeres explotadas. Daniel Bensaïd insistía en que «resistir no es retroceder, sino inventar», una idea que impregna el libro, para manifestar la moda como un territorio de pulso y lucha simbólica, un espacio para visibilizar injusticias y desafiar a una industria que, paradójicamente, fagocita desde cualquier «influencer». Sobre ello, Hoskins formula una pregunta clave: ¿Y cómo resistir cuando la moda ya comercializa la rebeldía?
Mi Slavoj Žižek de cabecera hablaría de la «transgresión permitida», o cuando el sistema integra la crítica, neutralizándola como mercancía o tendencia. Y a más, el «causumismo», o consumismo con causa, «que transfiere del capitalismo a los individuos la culpa de los males del mundo», como subrayará su autora. Mientras el capitalismo siga gobernando la moda, no puede existir un mundo sostenible, afirma Tansy E. Hoskins. En su miríada de posibilidades, recuerda considerar el capitalismo como un sistema fallido que siempre traerá «crisis, guerra y devastación». Y, por tanto, no se tratará de comprar mejor, sino de producir y consumir menos, de desmercantilizar la cultura del vestido y, con ella, la de la distinción.
Alain Touraine apostaba por una «sociedad postindustrial» centrada en los sujetos, no en el crecimiento infinito. Manual anticapitalista de la moda es un manifiesto actualizado para repensar nuestro armario y, ante todo, nuestra concepción del mundo. Cuanto más sentido de justicia instalemos en nuestras prendas, más cómodos nos sentiremos con ellas. Como recuerda el útil volumen en su cierre, el poeta ruso Aleksandr Blok lo dijo bien bonito: «Rehacerlo todo. Organizar las cosas para que todo se vuelva nuevo; para que la vida falsa, sucia, aburrida y fea que es nuestra vida ahora se convierta solo en vida: pura, alegre, hermosa».
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