Dejarla estar. / Shutterstock
Un zumbido eléctrico, que venía de todos los rincones del dormitorio y de ninguno, me impedía dormir. A ratos se detenía para sonar de nuevo cuando comenzaba a conciliar el sueño. Revisé los enchufes y la lámpara y puse el móvil en modo avión sin que el ruido cesara. Finalmente, a eso de las tres de la madrugada, descubrí que una abeja agonizaba debajo de una cuartilla abandonada sobre la mesa. El insecto batía las alas sin compás, girando sobre sí mismo, a ratos bocarriba, a ratos bocabajo. Cuando bocarriba, agitaba las patas como buscando un asidero en el aire.
Me vino a la memoria una película sobre Ravel que había visto el día anterior en la tele. Se contaba en ella que el músico se había inspirado, para componer su famoso Bolero, en los ruidos de una nave industrial donde los grandes pistones subían y bajaban con un clac-clac metálico constante, como un tambor que marcara el pulso de las sienes. Cerca de ellos, una cadena transportadora arrastraba piezas con un ras-ras-ras letárgico que se repetía como el redoble de la conciencia. Más allá, los engranajes de acero se mordían unos a otros con un sonido limpio y afilado, como un metrónomo del talento. Cada tanto, una válvula soltaba un chorro de vapor que estallaba en un pshhhhh largo, sostenido, como el suspiro de un ogro. El eco multiplicaba cada golpe: el clang de un martillo contra el metal vibraba como un golpe de platillo, y el zummm grave de las poleas tensas parecía un contrabajo oculto en la penumbra.
La pieza está compuesta por una melodía de una duración aproximada de un minuto que se repite en bucle con cambios de instrumentación, color y dinámica. Dura por tanto quince minutos (o catorce o dieciséis, según la orquesta que la ejecute). Se trata, en cualquier caso, de un cuarto de hora obsesivo, hipnótico: una pesadilla sonora.
Pensé que la abeja, bajo la cuartilla, estaba componiendo su propio Bolero: un compás único, reiterado, que empezaba y terminaba en sí mismo, y que me obligaba a escuchar la muerte como si se tratara de un proceso mecánico. Cada vibración de su cuerpo era un redoble mínimo, un crescendo diminuto hacia un final inevitable, que no era otro que el silencio. Así que la dejé estar y regresé a la cama.