Playa Tora, la segunda playa más grande de Paguera / SIMONE WERNER
Una mañana de finales de agosto. Hay en la calle un taciturno ajetreo de gente que carga maletas para volver a sus casas. El viento de poniente se empeña en barrer los últimos restos del verano. De momento, el oleaje se ha comido la playa, apenas queda una fina franja de arena donde se refugian los pocos turistas que quedan, los últimos que han pagado a plazos su parte alícuota de paraíso y se ven en la obligación de consumirlo.
En veinticinco años (dónde estaré yo, en caso de que se me pueda seguir aplicando el verbo ‘estar’), dice el periódico, esta playa habrá desaparecido. El mar avanza y se la tragará para siempre. Perderemos, en un par de décadas, lo que ha sido nuestra única forma de vida. Algún amigo de tierra adentro me ha dicho alguna vez: «vosotros, los del sur, solo sabéis ir a la playa», y yo respondo siempre que dónde más se puede ir. En este sur que habito y que me habita el espacio público disponible está en la orilla, apenas hay nada más. No tenemos parques inmensos, tipo el Retiro, donde perder nuestros pasos. Solo nos queda el rebalaje para ir a pensar el tiempo, la vida, el poema del lunes. Así que ahí es donde nos perdemos y nos encontramos, entre el sol y la sal.
Pero eso también se acaba, ha dicho un estudio firmado por sesudos expertos. El litoral retrocede y en unos años habrá desaparecido. Es el sino de mi vida. Siempre he llegado tarde a todo lo que he amado, como quien aparece en una fiesta cuando los músicos están tocando la última canción y nada más quedan en las bandejas botellas vacías, vasos derribados y un par de torpes borrachos bailando entre los charcos. Ha-ciendo memoria me doy cuenta de que solo llegué puntual a mis combates y demasiado pronto a mis derrotas, a mis consecutivas catástrofes y a mis pesares.
Por eso, siempre tuve la aciaga sensación de que no estoy transitando mi tiempo, de que, por un terrible error de cálculo, o por desdicha, había llegado muy tarde a mi vida.
Un hombre de finales, podría ser el título de mi biografía (en el improbable caso de que a alguien le interesase mi biografía). Así que no me queda otra opción que apurar los últimos días y exprimir el poco tiempo que queda. Es el final del verano, que suena a canción del Dúo Dinámico, que en estos días ha sonado mucho tras la muerte de Manolo de la Calva. Yo, sin embargo, será por generación y por simpatías personales, prefiero El fin del verano, de Danza Invisible, con la voz de Javier Ojeda recordándome que «el fin del verano siempre es triste, aunque entre las mantas pueda hablar de amor. La noche alarga su jornada y el día, vago y breve, se escapa».