Olvidemos el Brexit: la nueva gran secesión no es de un país, sino del contrato social mismo. Se llama «Sovexit»: la doctrina que impulsa a una élite tecnológica a abandonar las democracias que consideran obsoletas para fundar sus propias «naciones-startup». Su primer laboratorio es tan improbable como simbólico: las ruinas de Forest City, la ciudad utópica más espectacularmente fracasada del siglo XXI, convertida en laboratorio ideológico de un mundo imposible.
Cada vez con más frecuencia se habla de ciudades resplandecientes, una especie de utopías tecnológicas concebidas en las mentes de visionarios y magnates que prometen reinventar la vida en comunidad. Son espejismos de un futuro perfecto, diseñados con la precisión de un algoritmo y financiados con fortunas que exceden el producto interior bruto de muchas naciones.
Sin embargo, cuando estas visiones se proyectan sobre el terreno de la realidad, el resultado puede ser desolador. El caso de Forest City en Malasia, un megaproyecto de 100.000 millones de dólares que ocho años después de su lanzamiento apenas ha alcanzado un 1% de su ocupación proyectada, es un recordatorio de su volatilidad: una metrópolis futurista que hoy se erige en gran medida vacía, un eco de hormigón y cristal de un sueño que no encontró habitantes.
La novedad es que en esta ruina de la modernidad ha brotado una nueva semilla utópica: se ha convertido en la sede de la «Network School», un campo de pruebas impulsado por Balaji Srinivasan, el influyente inversor y autor del manifiesto «The Network State». Se trata de una huida hacia adelante en toda regla: ya que la ciudad no funcionó como hogar, se la reconvierte en laboratorio ideológico. Empresarios del sector tecnológico y de las criptomonedas se congregan allí para aprender a construir «naciones startup» desde cero, enclaves autogobernados por comunidades digitales con creencias compartidas y al margen de los estados tradicionales.
Nueva ideología corporativa
Estas iniciativas, lejos de ser meras anécdotas de la especulación inmobiliaria, son la manifestación física de una ideología mucho más profunda y disruptiva que gana terreno en los círculos de poder tecnológico y político. Se trata de un impulso que no solo busca construir nuevas ciudades, sino redefinir la esencia misma de la soberanía y la ciudadanía.
Esta corriente ideológica, a menudo denominada «El Estado Red», propone una salida radical del contrato social tradicional. Su evangelio, popularizado no solo por Balaji Srinivasan, sino también por influyentes multimillonarios tecnológicos como el empresario alemán Peter Thiel o el norteamericano Marc Andreessen, no es de reforma, sino de evasión.
La idea central es tan seductora como simplista: si no te gustan las reglas de la sociedad en la que vives —sus impuestos, sus regulaciones, su democracia—, no intentes cambiarlas mediante la participación («voz, voto»), sino que crea tu propio espacio donde las reglas las pones tú («salida»). Si «Brexit» encapsula la idea de una salida de una unión política supranacional, la utopía del «Estado Red» y sus manifestaciones podría denominarse de forma similar usando el término que he llamado «Sovexit».
Sovexit
«Sov» como abreviatura de «soberanía», pero entendida no en el sentido tradicional de la soberanía nacional, sino en el de una soberanía individual o corporativa radical. Es la soberanía del individuo o del grupo afín que se considera a sí mismo la máxima autoridad. Y «exit» que, en este caso, no es la salida de una unión de estados, sino una salida del contrato social mismo, de las obligaciones y lealtades para con la sociedad y el estado-nación tradicional.
Sovexit captura la esencia de este movimiento: es el acto de «salir» de las estructuras sociales y políticas existentes para fundar un nuevo espacio donde la soberanía reside en la red de individuos o en la corporación fundadora.
Así, podríamos definir Sovexit como: El proceso de secesión ideológica y, eventualmente, física de individuos o grupos de las estructuras del estado-nación tradicional para crear enclaves autogobernados (estados red, ciudades chárter, etc.) donde la soberanía está definida por códigos, contratos privados o afinidad tecnológica, en lugar de por la ley pública y la ciudadanía compartida.
Ciudades tecnológicamente tal vez perfectas, pero sin alma. / ChatGPT/T21
Feudos corporativos
Este concepto, que Srinivasan ha llegado a calificar de «sionismo tecnológico», aboga por la fundación de enclaves privados donde el capital gobierna sin las trabas de la responsabilidad pública. Pero esta ideología no nace en el vacío. Su campo de pruebas han sido las propias redes sociales, que durante años han funcionado como proto-estados digitales. Con sus propias leyes («normas comunitarias»), sus sistemas de justicia (la moderación de contenido) y sus fronteras algorítmicas, han sentado el precedente para esta distopía. El paso lógico era saltar del plano digital al físico, creando no ya solo ambiguas comunidades online, sino feudos corporativos donde la ciudadanía se convierte en una suscripción y las leyes se diseñan para servir a los intereses de sus fundadores.
Esta fantasía de soberanía privatizada ya tiene prototipos en el mundo real, como Próspera ZEDE, una «ciudad chárter» en Honduras que opera con su propio sistema legal, o la ciudad privada de Elon Musk, Starbase, en Texas. Pero es en la arena política donde esta visión encuentra su vehículo más potente.
Las propuestas de Donald Trump para construir diez «Ciudades de la Libertad» en terrenos federales de Estados Unidos resuenan directamente con la doctrina del Estado Red. Presentadas como una oportunidad para alcanzar un «nuevo sueño americano», estas iniciativas se asemejan más a un concurso para externalizar la gobernanza al mejor postor.
Guantánamo, Gaza, prototipos
Figuras prominentes del sector tecnológico, como el CEO de Coinbase, Brian Armstrong, han apoyado abiertamente la creación de estas zonas exentas. Otros, como el fundador de la firma de defensa Anduril, Palmer Luckey, han llegado a proponer convertir la Bahía de Guantánamo en una «Ciudad de la Libertad» para funcionar como un «Singapur del Caribe».
La visión se vuelve aún más perturbadora cuando se aplica a zonas de conflicto. La fantasía de Trump de convertir una Gaza devastada en una «zona de libertad» con resorts de lujo es la encarnación más cruda de esta ideología: una fusión de oportunismo inmobiliario y política necrófila, donde la destrucción de un lugar se ve como una oportunidad para la conquista y el desarrollo privado.
Ciudades sin alma
La desolación de Forest City nos enseña una lección crucial: las ciudades no son solo infraestructura y tecnología; son ecosistemas humanos complejos, tejidos con lazos culturales, económicos y sociales. Al ignorar la realidad local, los precios prohibitivos y las tensiones geopolíticas, sus creadores levantaron un cascarón perfecto, pero sin alma.
El riesgo es que las «Ciudades de la Libertad» y otros proyectos del Estado Red repitan el mismo error a una escala ideológica y global. Podrían convertirse en bunkers para multimillonarios, enclaves aislados donde la élite se refugia de los problemas del mundo que han ayudado a crear (y a destruir), mientras el resto de la sociedad se queda fuera. No se trata de innovación, sino de una secesión de los ricos, una renuncia a la idea de un destino compartido.
Desafíos colectivos
Lo que está en juego es la normalización de un extremismo antidemocrático, financiado con criptomonedas y capital riesgo, y disfrazado con el lenguaje de la libertad y el progreso. Es una visión del mundo donde la soberanía se vende por partes y la autoridad se concentra en manos de quienes pueden pagarla.
Forest City es el espectro que nos advierte a dónde conduce este camino: a desiertos de opulencia, a utopías fallidas que demuestran que construir un futuro no consiste en escapar del presente, sino en afrontar colectivamente sus desafíos.