“Mis padres lucharon en la guerra y ya me contaron todas las barbaridades, doy gracias a Mao y el resto de líderes por salvarnos del fascismo”, señala Li Yu Fang, de 71 años. Tres generaciones han acudido esta lluviosa mañana estival al Museo de la Guerra del Pueblo Chino contra Japón, levantado en un esponjado distrito del suroeste pequinés. Su hijo cuarentón ha traído al nieto porque “todos los chinos tienen que saber qué ocurrió” y descarta que esa fotografía con cabezas sobre el barro pueda provocarle pesadillas. “Es en blanco y negro”, desdramatiza. Y sentencia: “China no invadirá ningún país pero tampoco permitirá que la invadan. Ya no somos un país débil”.
China celebrará mañana con un imponente desfile militar el 80 aniversario de la victoria en la que aquí se conoce como la guerra de resistencia contra la agresión japonesa o la guerra contra el fascismo. Empezó en 1931 con la toma de Manchuria, continuó con la invasión del país seis años más tarde y concluyó con la rendición japonesa en 1945. Fueron catorce años traumáticos para un país que encadenó dramas durante siglo y medio. En Occidente se sabe mucho de la guerra en Europa, de los campos de concentración nazis o Normandía, pero muy poco del frente asiático si descontamos Pearl Harbor. De las masacres japonesas sobre civiles en ciudades chinas ya rendidas, de los miles de mujeres en todo el continente forzadas al solaz sexual de sus tropas en maratonianas jornadas, de la infausta Unidad 731 que en la ciudad septentrional de Harbin llegó mucho más lejos que Mengele en experimentos eugenésicos, vivisecciones, esparcimiento del virus de la viruela y otros…
En Asia, a diferencia de Europa, aquellas heridas no han cicatrizado. China exigió esta semana explicaciones a Tokio y que asumiera honestamente de una vez por todas las atrocidades de su imperialismo después de saberse que había pedido a varios gobiernos que boicotearan el desfile de mañana por su presumible aroma antijaponés. Las relaciones entre Seúl y Tokio siguen empantanadas por las indemnizaciones a aquellas esclavas sexuales.
Reacción decepcionante
La reacción de Japón a su pasado de proxeneta continental es tan decepcionante como volátil. Durante mucho tiempo lo negó, favorecido porque sus tropas habían quemado los documentos incriminatorios en su retirada. Todo dio un vuelco en 1995, cuando el primer ministro Tomiichi Murayama ofreció disculpas incondicionales. Pero Shinzo Abe, ex primer ministro, negó después que hubiera pruebas de coerción sobre aquellas mujeres y sugirió que eran prostitutas. Solo tras una llamada de Washington matizó sus declaraciones.
Muchos chinos creen hoy que Japón nunca se ha disculpado por sus desmanes. Es falso. Lo han hecho incondicionalmente todos sus gobiernos de las últimas décadas. Pero Japón tiene dos problemas. El primero es que sus disculpas compiten con las de Alemania por su nazismo y quedan por debajo. El segundo es que los relativistas o negacionistas japoneses no son marginados sociales, sino que están en universidades, medios de comunicación, alcaldías o parlamentos, soliviantando cíclicamente la región con sus declaraciones. China intuye que a sus intachables disculpas oficiales les falta sinceridad. Abe, aún el referente espiritual de la formación conservadora, era un reconocido ultranacionalista que desdeñó los procesos de Tokio (similares a los de Nuremberg contra los nazis) como la “justicia de los ganadores” y frecuentó Yasukuni, el templo sintoísta en Tokio donde están representadas las almas de todos los soldados japoneses. Y entre ellas, las de los criminales de guerra de clase A.
Las vísperas también han traído otra polémica en el Estrecho de Formosa por el reparto de los méritos en la victoria. El Partido Comunista reclama el quasimonopolio. “Siguiendo su regla de estabilizar la situación doméstica antes de resistir la invasión extranjera, el Gobierno del Kuomintang implementó la política de no-resistencia. Como resultado, los japoneses ocuparon el noreste de China rápidamente. En ese momento crítico para la supervivencia nacional, el Partido Comunista de China tomó el liderazgo en la resistencia armada”, instruye el museo pequinés. Es cicatero con las contribuciones de los nacionalistas de Chiang Kai-shek a pesar de que los historiadores independientes señalan que fueron ellos los que más se zurraron con los japoneses. Desde Taiwán, donde se refugiaron tras perder la guerra civil, se lo han recordado estos días.
Denunciaba el Diario del Pueblo estos días que la contribución china a la derrota japonesa era “selectivamente ignorada y minimizada por algunos” y que los esfuerzos comunistas habían sido “denigrados”. “La resistencia china jugó un rol indispensable para drenar los recursos japoneses y esa fue la base para la derrota del Eje fascista”, añadía un historiador. Es probable que China haya agrandado el número de víctimas y seguro que ha embellecido las gestas: al fin y al cabo, ningún nacionalismo guarda una escrupulosa fidelidad con la Historia ni sus mitos fundacionales. El núcleo, sin embargo, no se discute: China venció al fascismo japonés tras sacrificios indecibles de su pueblo. Eso celebra mañana con todo derecho y orgullo.
“Lo que ocurrió nos enseña hasta qué punto puede ser perversa la naturaleza del hombre y cuántas crueldades puede llegar a cometer. Es una lección para China. Da igual lo fuerte que lleguemos a ser, no podemos hacer nunca eso a ningún país”, razona Wang Yan, profesora pequinesa, a la salida del museo.
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