Hay conductores sin clase que necesitarían clases de civismo al volante. Por ejemplo, los que usan los intermitentes como adorno. Vas detrás de ellos tan campante, y, de golpe y volantazo, hacen giros inesperados o adelantan sin tomarse la molestia de avisar a los demás. Qué se aguanten. Ni qué decir tiene que suelen ser los mismos que aparcan en doble fila y no se plantean en poner las luces de posición para advertir de su presencia estática. Están los que van con las ventanillas bajadas (incluso en días gélidos de invierno) con la música todo trapo para que se entere del mundo de lo chulos que son. Y no especificaré lo que suele salir de los altavoces, para qué voy a ganarme enemigos a lo tonto. Sobre dos ruedas está el equivalente de los que usan el tubo de escape como cañón de decibelios con el que llamar la máxima atención posible. Es un exhibicionismo que delata una gran falta de autoestima. Tomen nota de los que se te pegan al culo en la carretera. Da igual que vayas al límite de la velocidad permitida. Ellos necesitan ir más rápido, aunque sea para llegar un minuto antes al siguiente semáforo y frenar. Cómo van a perderse el placer de sobrepasar a los demás como si pensaran que están en un circuito de Fórmula 1. Las ciudades sufren a menudo (y más por la noche) la presencia de simulacros de fitipaltis que entran en una calle recta y sin tráfico y aceleran sus coches o motos como si les fuera la vida en ello. Por eso hay tantas barreras protectoras que necesitan repararse cada dos por tres: el as del volante se pasó de frenada. La lista es larga. Los que se suben al coche con varias copas de más convertidos en bombas de relojería. Los que tocan el pito al segundo de ponerse en verde el semáforo para que el coche de delante se dé prisa. Los que adelantan con línea continua porque ellos son así y no hay norma que les afecte. Los que hablan con el móvil en una mano, se hacen selfies temerarios o van con un brazo colgando fuera de la ventanilla.
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