Como alicantino de adopción y ciudadano preocupado por el bienestar de nuestra tierra, no puedo permanecer impasible ante el bochornoso espectáculo que, cada vez con más frecuencia, puedo apreciar en los turistas que nos visitan.
Sin ningún respeto a nuestras costumbres y tradiciones campan por sus respetos sin decoro alguno por nuestras calles. Paseando a pecho descubierto, convirtiendo cualquier rincón en un improvisado urinario o alterando con sus voces la paz y descanso de la ciudadanía.
Lo más llamativo de este reprobable comportamiento foráneo, es la desidia y dejadez de nuestras autoridades y cargos públicos ante estos actos incívicos de los turistas en nuestra capital. Si nadie les llama la atención, o incluso les sancionan por atentar contra las ordenanzas municipales, tienen vía libre para el desenfreno, sin límite ni orden.
Por otro lado, resulta paradójico comprobar cómo en sus lugares de origen cumplen rigurosamente con las ordenanzas municipales, ya sea por temor a las sanciones económicas o, sencillamente, porque lo consideran impropio de su cultura. Sin embargo, al llegar a España, parecen sentir que todo vale, el ansiado «paraíso del desmadre», donde nuestra tolerancia es sinónimo de permisividad y complicidad.
España atraviesa un momento delicado, marcado por la falta de credibilidad internacional, fruto de los vaivenes de la política nacional. Y no es descabellado pensar que la indolencia con la que afrontamos estas faltas de respeto a nuestras costumbres y tradiciones sea un reflejo más de la decadencia que nos acecha.
No se trata de rechazar al turismo, motor esencial de nuestra economía, sino de exigir a quienes nos visitan lo mismo que ellos nos van a exigir en sus países: respeto, decoro y cumplimiento de las normas. Si seguimos cerrando los ojos bajo el pretexto de que «son guiris», seremos cómplices de nuestra propia degradación social y la pérdida de nuestra identidad nacional.
Los españoles merecen respeto. Los alicantinos, también.
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