Los hechos son mucho más poderosos que los gestos o las palabras. Y este miércoles, cinco días después de que Donald Trump le recibiera en Alaska con alfombra roja y aplausos, Vladímir Putin le contestó con hechos. Sus militares bombardearon una fábrica estadounidense en el oeste de Ucrania, un ataque con misiles que dejó una veintena de heridos. “Creo que quiere llegar a un acuerdo por mí, por más loco que suene. ¿Lo entiendes?”, le había dicho Trump a Emmanuel Macron la víspera, durante la visita de la media docena de líderes europeos que acompañaron al ucraniano Volodímir Zelenski a la Casa Blanca para rogar al estadounidense que no arroje a Ucrania a los leones. Durante la visita su Administración volvió a hacer anuncios sensacionales y el Kremlin volvió a responderle con misiles.
Trump está convencido que su conexión personal con el autócrata ruso, imputado por crímenes de guerra por la justicia internacional, bastará para firmar la paz en Ucrania. Pero su pensamiento mágico no está funcionando. Ni siquiera al hacer suyos muchos de los postulados del Kremlin para acabar con la guerra, posturas más cercanas a la capitulación de Kiev que a una solución duradera. “Trump cree a los líderes extranjeros se les puede tratar del mismo modo que a los estadounidenses, con promesas fantásticas y matonismo odioso”, escribió esta semana el historiador estadounidense Timothy Snyder. “Pero esas fantasías no funcionan más allá de las fronteras de EEUU”.
Casi sin excepción, cada vez que Trump habla con Putin, Rusia incrementa sus bombardeos, según un análisis de la Fundación para la Defensa de la Democracia. Y paralelamente, cada vez que la Casa Blanca anuncia con todo boato un avance de peso en las negociaciones, Moscú no tarda en echar tierra sobre el resquicio. Putin no es tonto. En lugar de un “no” tajante, impone condiciones imposibles a sabiendas de que no serán aceptadas.
Negativas del Kremlin
Sucedió el 11 de marzo, cuando Trump propuso un alto el fuego de 30 días; un escenario que se repitió a finales de mes, cuando rebajó su alcance al combate naval en el Mar Negro. Nada por aquí, nada por allá. Y lo mismo ha acontecido esta semana de frenesí diplomatico en Washington. Después de que la Casa Blanca anunciara como una concesión de envergadura la supuesta disposición del Kremlin a aceptar que los aliados aporten garantías de seguridad a Ucrania para prevenir que vuelva a ser invadida tras un eventual acuerdo de paz, el Kremlin no tardó en aguar el vino. Solo permitirá esas garantía, dijo Sergei Lavrov, su ministro de Exteriores, si Rusia tiene poder de veto, y siempre y cuando no se despliegue un solo soldado de la OTAN en suelo ucraniano.
Algo similar sucedió después de que Trump presentara casi como inminente una posible cumbre a dos o tres bandas con Putin o Zelenski en la misma mesa. El mismo Putin que sigue negándose a llamar al ucraniano por su nombre. Esa cumbre, respondió Lavrov, debe prepararse “paso a paso, gradualmente, con expertos inicialmente y sin saltarse ningún paso”. Vaya que, de inminente, nada. Trump parece haber captado el mensaje y no habla ya de trilateral. Tendrán que reunirse primero los otros dos antes de incrustarse en la foto, quizás consciente de que es posible que esa reunión no se produzca nunca.
Amateurismo de la Casa Blanca
A algunos europeos, que están dedicando más esfuerzos a apaciguar a Trump que a apaciguar a Putin, se les está agotando la paciencia. Kaja Kallas, la jefa de la diplomacia comunitaria, dijo el viernes que Putin “se está riendo” de los esfuerzos de Trump. “Está claro que Rusia no quiere la paz”, añadió tras acusar a su líder de romper todas sus promesas. No está ayudando el amateurismo con el que EEUU afronta las negociaciones. Su interlocutor con Moscú es Steve Witkoff, un empresario inmobiliario sin experiencia diplomática, amigo de la familia Trump. En una entrevista demostró no saber si quiera cómo se llaman las cuatro provincias ocupadas por los militares rusos en Ucrania. Y no solo ha sido acusado de hacer suyos algunos de los argumentos más retorcidos de Moscú, sino también de malinterpretar los mensajes de Putin en sus visitas al Kremlin.
No solo eso. Trump está desguazando el Consejo de Seguridad Nacional, el Departamento de Estado o la inteligencia a modo de vendetta política con sus rivales demócratas, incluido aquellos departamentos dedicados a asesorar al presidente sobre Rusia. De modo que pilota las negociaciones sin apenas el respaldo de los expertos. “Trump ha decidido apoyarse sobre todo en él mismo y un puñado de aliados cercanos, incluidos varios amigos del mundo de los negocios”, decía esta semana ‘The New York Times’. Y ya se sabe que el amiguismo no suele dar buenos resultados.
Amenazas vacías
Putin, que proviene de la KGB, lo tiene bien calado. El bully tiende a acosar a los débiles; frente a los fuertes, suele ser un tigre sin dientes. Y cada vez que Trump ha amenazado a Rusia con sanciones, aranceles del 100% o “severas consecuencias” si no movía ficha para aceptar un alto el fuego, sus amenazas han quedado en nada. Lo contrario que ha hecho con Ucrania. Con Kiev sí se ha atrevido a suspender temporalmente los envíos de armas o la cooperación en inteligencia.
La conclusión es que Trump sigue conduciendo el proceso de paz como si fuera un reality show. Al menos está buscando la paz, dirán algunos. Pero lo cierto es que seis meses después de aquella llamada de febrero con Putin que puso el proceso a andar, nada parece haberse movido un ápice. Rusia sigue castigando Ucrania sin remisión y Trump va perdiendo poco a poco el interés. Esta semana se publicó que se apartará del asunto una temporada para dejar que Rusia y Ucrania organicen la reunión entre sus líderes. Buena suerte.
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