Los historiadores tienen opiniones distintas sobre si la terrible hambruna que devastó Ucrania en 1932 fue planeada por el régimen totalitario de Stalin para eliminar el movimiento independentista ucraniano, o si fue una consecuencia del proceso de colectivización de la tierra y de los planes de industrialización. El caso es que ese holomodor (genocidio por hambruna) produjo entre 1 y 12 millones de muertos en territorio soviético, sobre todo en territorio ucraniano.
Hoy estamos ante un nuevo holomodor, el que está sucediendo en Gaza. ¿Dónde está el mundo gritan los gazatíes? La respuesta es sencilla, el mundo está frente a la televisión, viendo en directo su agonía. Está cenando mientras ven a los niños palestinos envueltos en sábanas bajo manchas de sangre. Ahí está el mundo. Es triste. Sí, sí que lo es; pero ¿qué podemos hacer nosotros, simples gentes de a pie? Apenas nada. Tal vez, como mucho, concentrarnos ante una plaza y poco más. Aunque gota a gota se hace océano, eso creo. El caso es que, ante la presión de algunos países, hace unos días han empezado a entrar de nuevo los camiones con ayuda a Gaza. Entran a cuentagotas, pasando previamente estrictos controles de revisión sobre su cargamento. Es un gesto mínimo, apenas 100 convoyes, cuando se necesitarían 5.000. De poco va a servir. No sé llegará a tiempo, dicen las ONG. Ya a nadie, a estas alturas, se le escapa que la verdadera intención de Netanyahu no es otra que todos sus vecinos desaparezcan, que se mueran las serpientes, ellas y sus crías, y que el pueblo palestino deje de existir. Así que mientras los alimentos y los medicamentos de ayuda humanitaria se acumulan y caducan en los pasos fronterizos, esperando la logística del transporte, al otro lado, en un erial derruido y bajo un agotador sol de agosto, se produce una hambruna extrema.
Nada nuevo. Esa praxis es tan vieja como la humanidad. Está basada en la eliminación del enemigo, o la del supuesto enemigo, hasta su total exterminio. Lo único necesario es no tener escrúpulos ni miramientos al ejercer el poder aniquilador del más fuerte, perseverar hasta conseguir el fin, el fin del sometimiento. No importa el método. Lo que importa son los intereses económicos que haya detrás y el beneficio que a algunos les va a reportar esas acciones de purga. Siempre es igual. Esto va de odio, pero también va de codicia.
Hace dos meses, junto a un grupo de asturianos, visité el campo de Mauthausen, el castillo de Hartheim y el subcampo de Gusen. Vi los pabellones, los crematorios, las placas de memoria, los paneles con los nombres de los prisioneros y el hueco sin letras para los que allí padecieron sin que todavía hayan podido ser identificados. De todo lo visto lo que más me impactó fueron varios documentos expuestos que reflejaban el estricto análisis de costes ante la aplicación de dos supuestos bien divergentes para algunos colectivos (discapacitados, enfermos, judíos, gitanos o rojos españoles, por ejemplo): el supuesto de la solución A, la de la muerte, frente a la B, la de que sobrevivieran. Me pareció estremecedor la frialdad de los números, la precisión contable, la temporalización de los gastos sociales ante la previsión a «n» ejercicios. Fue entonces cuando confirmé la teoría de algunos memorialistas, la de que el nazismo alemán no iba de odio racial, que esa era la excusa, que el nazismo siempre va de enriquecimiento, de deshumanización, de cosificación, de justificación para mejorar la situación económica de algunos que se creen estar en posesión de algún tipo de superioridad existencial frente a unos otros. La estrategia está bien teorizada: sobre los diferentes se vuelca la antipatía, se condiciona a las masas y se manipula el relato hasta conseguir generar una atmósfera de crispación que permita conseguir el objetivo. Aquellos documentos me parecieron demoledores: el agua, la luz, las patatas, el coste de personal… Pero también eran demoledoras las fotos tomadas tras la liberación de los campos, fotos de seres que poco tenían que ver con la imagen de una persona. Eran solo esqueletos andantes bajo un celofán de piel. Pero quizás, a diferencia de hoy, muy poco se sabía de lo que allí sucedía. Más tarde, con el trasfondo de la visión de la famosa escalera, la de la cantera, nuestro guía español nos contó la historia de una granjera llamada Eleonore Gusenbauer, una campesina cuya casa era limítrofe con el campo principal. En septiembre de 1941, Eleonore interpuso una denuncia ante la comisaría de policía Mauthausen. En ella textualmente argumentaba: «En la cantera del campo de concentración de Mauthausen se fusila repetitivamente a los detenidos. Cuando el tiro no los mata de inmediato siguen allí tirados al lado de los muertos durante horas o incluso medias jornadas. Mi casa está ubicada en una loma, cerca de la cantera y muchas veces una se hace testigo sin quererlo de tales fechorías. Estoy delicada de salud. El hecho de presenciar tales cosas va a acabar con mis nervios. No creo que aguante mucho más. Por lo tanto, les ruego que se abstengan de tales actos inhumanos o bien, los efectúen donde no se vean».
Me pregunto cuántos israelíes serían capaces hoy en día de interponer una queja así ante los suyos, de denunciar las condiciones de la población de Gaza. Por ello me temo que la muerte anunciada del pueblo palestino va a suceder inexorablemente. Ocurrirá mientras desde dentro del propio Israel no haya sectores de la población que clamen contra la política de su gobierno, un gobierno que lleva muchas décadas ejerciendo una lenta y cruel colonización. Nada pasará mientras ellos mismos no se den cuenta que el pueblo judío es ahora el verdugo exterminador, que se han invertido los papeles, que ya no son las víctimas, que son los victimarios. Supongo que es duro asumir esa realidad. Se necesita una catarsis, una catarsis que dudo vaya a llegar.
Mientras eso sucede, desde aquí, desde España, viendo como vemos reiteradamente las imágenes de esa tragedia, son relativamente muy pocos los que alzan la voz y claman para que pare esa barbarie. El estado israelí es un estado potente. Es líder en tecnología informática y de seguridad. Desde la creación del Mossad en 1949 siempre el servicio secreto judío ha sido un referente. Por eso, y sin apenas saber nada de espionaje, es de suponer que de un modo u otro Israel nos tiene a todos bien pillados, empezando por algo tan aparentemente superficial como los eventos musicales y terminando por las actualizaciones de software bélico o de gestión satelital de los misiles. ¡Vayan ustedes a saber su capacidad para extorsionarnos! Bien es sabido de todas las ramificaciones que el lobby judío siempre ha tenido en la Casa Blanca, pero poco sabemos de lo que se mueve en Europa. Todo lo desconocemos, aunque lo podamos intuir. Aunque creo que generar un clima mediático es una tarea colectiva y que deberíamos perseverar hasta que se produzca un cambio de opinión en la población interna de Israel que haga cambiar la tendencia en los fines sionistas. Tendrá que ser desde dentro. Como desde dentro, desde los periódicos, lo hizo por ejemplo la inglesa «solterona» Emily Hobbouse denunciando las atrocidades que su propio gobierno, el británico, estaba cometiendo contra los bóers. Desde dentro lo hizo Alice Herz, de 82, al inmolarse quemándose en Detroit en 1965 en una protesta contra la guerra de Vietnam. O incluso, aunque fuese de forma muy educada y aparentemente poco subversiva, desde dentro lo intentó la granjera Eleonore Gusenbauer.
(¿Se dan cuenta? La historia del mundo también está llena de esa clase de gestos heroicos. Porque hay de todo en todas partes. Lo hay en todas las religiones y en todos los países. Siempre han existido personas que anteponen sus principios al mero interés. Supongo que queda gente altruista. Supongo que no todo va a ser desesperanza).
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