Un mozo conoce a una moza y su corazón queda prendado, el corazón de él, y ella, que tiene otros planes, otras inclinaciones futuras, otros vuelos más altos en su imaginación, le ofrece amablemente su amistad. Ah, monumental tragedia. Litros y litros de tinta, ayer palpable y hoy virtual, se han derramado consignando historias de este tipo. Tinta derramada inútilmente, pues a fin de cuentas es un drama que no llega jamás a comprenderse por completo. Se requiere haber protagonizado tan horrible y desgraciada comedia para entender verdaderamente el amargo dolor de un rechazo disfrazado de amistad: triste y aterrador consuelo. Se hace indispensable haber transitado este espinoso sendero del amor no correspondido para alcanzar mínimamente el sentido de una absoluta desolación. Y desolación es palabra anodina, es imagen confusa, pincel que nada ilustra en desgarrado lienzo, concepto pobre que se queda bien corto.
La amistad es como el bromuro para la pasión: una gotita cada ocho horas después de las comidas, hasta aniquilar por entero la ilusión del enamorado, hasta diluir cualquier vaga esperanza. Hemos de conceder que todo este drama griego tiene algo de historieta cómica, convenimos en que ostenta una especie de elegante y divertido ridículo. Si no se sufre, si se está a salvo de estas profundas heridas, qué desternillante es observar al enamorado, cuánta risa provoca su frágil situación. Desde la sólida barrera de la indiferencia, tras el parapeto amurallado del desprecio burlón, qué buenas tardes de toros se pasan. Ah, qué gracioso es contemplar a ese amante lloriqueando de esquina en esquina. Y qué magníficos chorros de filosofía práctica se desbordan en nuestras boquitas de sabios: si no te quiere, peor para ella; no te hagas mala sangre, hay más mujeres que longanizas; todo lo cura un vasito de aguardiente. Sabiduría burda y popular que en ocasiones no sirve ni para calzar una mesa coja. Y mucho menos para restañar las heridas de un corazón astillado.
«Cómo quieres ser mi amiga —cantaba Pau Donés—, si por ti daría la vida», y nos brindaba, entre versos certeros y afilados como puñales, una lección categórica sobre el amor, la decepción y la torpeza de la persona amada. O la ceguera. Ofrecer amistad cuando se demanda amor es el obsequio más estúpido que puede hacerse. Pero más estúpido todavía es aferrarse a él como náufrago a un madero, y tratar de sofocar así el fuego impetuoso y abrasador del deseo. Es intentar enfriar las llamas rugientes de un volcán con un salivazo.
Existe en la propuesta amistosa de la mujer amada una cándida ternura, una impericia de criatura benévola e ignorante, incluso una ingenuidad casi irreprochable, un desconocimiento pueril de la vida. Y en la aceptación del enamorado, una humillante derrota, el consuelo absurdo y grotesco de un mal menor, una espeluznante cobardía, y también la terca esperanza, la creencia secreta de que quizá mañana todo cambiará, de que mañana ella, mudando su parecer como por arte de magia, le entregará finalmente su corazón. Ay, pobre iluso. Ay, terribles cuentos de nunca acabar.
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