Raphael Bob-Waksberg saltó a la fama hace una década con ‘BoJack Horseman’, aquella insólita serie de animación para adultos, surrealista, satírica y depresiva, sobre las tribulaciones de un caballo actor en una versión de Hollywood donde los humanos conviven con animales antropomórficos. En el mejor capítulo, ‘Como pez fuera del agua’, se atrevió a aparcar las palabras para confiar en el humor visual y una excelsa banda sonora. Sorprendió después con otra serie, ‘Undone’, mano a mano con Kate Purdy, exploración del tiempo y la percepción a través de la técnica de rotoscopia, en la que se dibuja sobre imágenes reales.
Su nueva aventura, ‘Long story short’ (Netflix, viernes, día 22), no es menos ambiciosa, aunque desde una cierta distancia pueda parecerlo. Lo que parece una telecomedia familiar animada en la tradición de ‘El rey de la colina’, ‘Bob’s burgers’ o ‘F is for family’, como todas ellas producida con animación bidimensional, guarda algunas sorpresas importantes, sobre todo su narrativa no lineal. Bob-Waksberg salta hacia delante y hacia atrás a lo largo de las décadas para contrastar momentos en las vidas de los Schwooper, familia judía liberal de clase media del norte de California con, según parece, mucho de su propia familia.
Risas teñidas de dolor
En el centro encontramos a tres hermanos, Avi (Ben Feldman), Shira (Abbi Jacobson) y Yoshi (Max Greenfield), afectados de diversas formas por haber crecido con una madre tan religiosa como Naomi (Lisa Edelstein) y un padre tan torpe como Elliot (Paul Reiser). En el primer episodio, el melómano Avi presenta a su novia Jen (Angelique Cabral) a los suyos en un momento agitado: el ‘bar mitzvá’ de Yoshi. En el segundo, en un salto temporal de vértigo ya anunciado al final del anterior capítulo, Avi y Jen ya tienen su propia descendencia y Shira espera poder tenerla, aunque solo podrá ser así con ayuda de su círculo más cercano. La idea de Bob-Waksberg es irnos ofreciendo momentos aislados de diversas épocas que, una vez unidos, disfrutados, reídos, llorados, nos hagan creer que conocemos a los Schwooper desde siempre.
En contraste con la locura de ‘BoJack’, esta es una serie casi realista, en la que los momentos de risa tonta suelen ir seguidos de un bocado de realidad. Su humor suele estar teñido de dolor, algo propio de la sensibilidad judía. Aquí los padres no son unos maltratadores, sino gente falible, o lo que es lo mismo, normal, digna casi siempre de la empatía y la comprensión. Pero todavía queda espacio para el delirio de ‘cartoon’: véase (en serio, véase) ese tercer episodio sobre el imposible negocio en que se mete el desastrado Yoshi, unos tubos que, aunque cueste creerlo, contienen (y disparan) colchones.
En el diseño visual encontramos, igual que en ‘BoJack’, a la gran dibujante e historietista, o artista, sin más, Lisa Hanawalt, creadora, por cierto, de otra serie de culto, ‘Tuca & Bertie’, en la que Bob-Waksberg fue guionista y productor ejecutivo. Se busca un acabado tan imperfecto como los personajes retratados; que el tacto sea artesano y el color pueda salirse del contorno. La serie tiene algo de cómic alternativo ‘slice of life’, o de vida cotidiana. También de las clásicas animaciones de los ‘Peanuts’: ¿no tiene Avi algo de Charlie Brown treintañero?
Al final de los créditos encontramos siempre un apunte tranquilizador, claramente anti-inteligencia artificial: «Esta serie fue hecha por humanos«. No era necesario señalarlo.
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