Incendio forestal entre Aragüés del Puerto y el Valle de Hecho (Huesca). / INFOAR
Arden las copas de los árboles, arden sus troncos, se cuecen sus raíces, se abrasa el sotobosque, con sus plántulas (qué palabra hermosa, plántula), que prosperaban bajo la protección de los helechos, los arbustos y los matorrales. Se va al carajo el musgo, sobre el que nos gustaba pasar suavemente los dedos de la mano como quien acaricia la mejilla de su amante. Se van a la mierda los líquenes, que llevaban meses o años dibujando excelentes cuadros abstractos sobre las piedras y los troncos del templo vegetal. El liquen, pobre, carece de corteza protectora, carece de raíz. Cuando desaparece un liquen, es como si se despintara un picasso.
¿Qué ocurre en un hormiguero cuando el bosque se quema? Lo ignoro, pero imagino que el humo penetra enseguida en los túneles, desorientando a las obreras que correrán de un lado a otro cargando a las larvas como nosotros cargaríamos a nuestros bebés, mientras la superficie de la tierra alcanza los grados de una plancha de hierro al rojo vivo, y ese calor desciende y desciende y llega a las cámaras más profundas del refugio, consumiendo el oxígeno. Ahí tienen a la reina, asfixiándose, rodeada de cadáveres. En apenas unos minutos, el hormiguero deviene en una red de galerías entre cuyas paredes, cristalizadas por las altas temperaturas, reina un silencio religioso.
La mayoría de los escarabajos, en cambio, son individuos solitarios. Viven encerrados en sí mismos, bajo las piedras, o bajo las cortezas de los árboles, cuando no enterrados en el suelo. Con el incendio, tanto esas guaridas como su duro exoesqueleto se transforman en hornos en los que se fríen sus vísceras. Las larvas arden brevemente dentro de la madera como semillas que no germinarán. Quizá algunos adultos intenten levantar vuelo, pero el aire, tan denso, tan caliente, los obliga a caer de inmediato con los élitros (otra palabra hermosa, élitro) calcinados. No hablaremos, para no llorar, de las libélulas, de las mariquitas, de las mariposas, del grillo, del saltamontes, de la avispa, de la abeja silvestre, del ciempiés, de la polilla, ni del moscardón con el abdomen de oro. Ha muerto el zumbido, ha perecido la música, ha palmado el espíritu del templo vegetal. El monte arde en dos planos: el visible, desde luego, pero también el invisible.