La isla más ‘alemanizada’ del mundo es Mallorca; ‘Malle’, como la apodan los alemanes, para quienes España sigue siendo el destino preferencial de vacaciones cuando se trata de salir del país. Las Baleares, y más concretamente Mallorca, aglutinan todos los segmentos del turismo germano: elitismo, clase media, ‘low cost’, turismo ocasional o fiel, de borrachera, así como segundas residencias y residentes fijos. Pues bien, en las antípodas de ese concepto inclusivo está otra isla identificable como destino alemán de primer orden, pero dentro de su territorio: su nombre es Sylt.
Sylt es una estrecha franja de arena, dunas y marismas que apunta hacia Dinamarca. Es la mayor isla alemana del mar del Norte, con 40 kilómetros de playa. Recibe cada año unos 600.000 visitantes, una cifra que puede parecer irrisoria comparada con los 4,5 millones de alemanes que visitan el archipiélago balear. Pero aparentemente los 18.900 isleños de Sylt y sus autoridades no desean recibir ni uno más. Pisar la isla implica pagar una tasa turística de 4,10 euros por persona y día, desde mayo a octubre.
Terrazas y bicicletas
A Sylt se la identifica con elitismo y terrazas para gente VIP, aunque también con naturaleza y paseos en bicicleta. Es la isla de los ricos; de los de verdad y del mero pijerío. Dista apenas nueve kilómetros de tierra firme -o 16 kilómetros, en el punto más alejado- y está conectada a su ‘land’, Schleswig-Holstein, por un dique ferroviario de 11 kilómetros. Se construyó en 1927 y sigue siendo el único acceso por vía terrestre. Las otras opciones son el ferry y el avión, puesto que una isla para ricos es implanteable sin un aeropuerto.
La clase política alemana no tiene residencias de verano oficiales. Las vacaciones son un asunto privado, lo que implica que tampoco se informa previamente de dónde las pasarán sus dirigentes. Preferentemente, los altos cargos eligen el propio país. Algunos ministros se decantan por Mallorca o Italia, mientras que los jefes de gobierno acostumbran a dejarse ‘sorprender’ en el inicio de sus vacaciones descansando en su distrito electoral o paseando por paisajes alpinos, como solía hacer la excanciller Angela Merkel. Si a continuación la ‘escapada’ se prolonga hacia destinos más alejados -La Gomera, en el caso de Merkel- ya es asunto privadísimo del que puede trascender, o no, alguna foto.
Una boda exquisita
A Sylt no se la identifica como un destino vacacional propio de líderes políticos. Su sello elitista es exactamente lo contrario de lo que precisa un cargo electo para mostrar cercanía con sus conciudadanos. Pero sí hay un par de imágenes recientes de políticos en la isla, ambas de julio de 2022 y ambas en ocasión de la boda de un ministro, el por entonces titular de Finanzas, Christian Lindner. Eligió esa isla porque si una imagen cultivaba Lindner era la de pijo. Se casaba con una conocida periodista, Franca Lehfeldt, y la pareja quiso buscar un formato de boda exquisita, pero mediática. Entre los invitados estaba el por entonces líder de la oposición conservadora y ahora canciller, Friedrich Merz. Acudió a la boda de su amigo pilotando su propio ‘jet’ privado. Dos años después, Lindner precipitó el hundimiento de la coalición de gobierno entre el socialdemócrata Olaf Scholz, los verdes y su partido liberal.
Sylt ha sufrido recientemente un par de arañazos en su imagen de paraíso idílico y exclusivo. Por un lado, las ‘invasiones’ de punks contestatarios que desde hace un par de años acuden a la isla convocados como manifestación política contra el capitalismo. Son acampadas de apenas un par de centenares de personas. Despliegan un notable revuelo mediático, por el contraste entre su estética y la del pijerío local. También los miembros del colectivo punk pagan tasa turística.
Mucho peor fue el escándalo generado en 2024 por un vídeo de 14 segundos viralizado en redes sociales. Aparecía un grupo de unas cinco o seis personas en la terraza de uno de sus bares emblemáticos, ‘Pony’. Coreaban la frase «Alemania para los alemanes, fuera los extranjeros«, al ritmo de un éxito del cantante Gigi d’Agostino, ‘L’amour toujours’. Uno de los vociferantes mostraba el brazo en alto, a modo de saludo hitleriano. Eran invitados de una fiesta privada y, aparentemente, la escena pasó desapercibida al propietario del bar. El caso acaparó durante días titulares en torno al posible descarrilamiento ideológico neonazi de la clase alta.
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