El ministro de Asuntos Exteriores ruso, Serguéi Lavrov, insistió este martes en que Rusia no busca la simple anexión de territorios en Ucrania, sino «proteger al pueblo ruso que vive en esas tierras, que las descubrió y que formó ahí sus ciudades». Lavrov se refirió en concreto a Crimea, al Donbás y a lo que el nacionalismo ruso llama “Novorossiya”, extensión de terreno que abarca desde Járkov a Odesa y que cubre prácticamente toda la ribera izquierda del río Dniéper, donde el ruso es el idioma mayoritario.
Lavrov, que ya se presentó a la reunión en Alaska con una camiseta con las siglas “CCCP” para dejar claro que esto no iba de Sloviansk o de Kramatorsk, sino de imperialismo, desmontaba así todo el argumentario de Trump acerca de las bases para una paz inmediata.
La actual Casa Blanca sigue pensando que esta cuestión se puede solucionar como si fuera un mero intercambio comercial: estas tierras para ti y esas otras para este. Nunca ha sido ese el objetivo de Vladímir Putin ni del Kremlin y no es porque no lo hayan repetido en innumerables ocasiones: Rusia necesita un «espacio vital» como Alemania necesitaba el suyo en 1934.
Ese «espacio vital» no implica la anexión territorial de ningún Estado. Simplemente, la seguridad de que se hará lo que Moscú diga, esto es, exactamente lo mismo que sucedía en la Unión Soviética, donde Rusia y Ucrania eran repúblicas separadas… pero ligadas bajo las directrices de un mismo Gobierno.
De ahí que la «desnazificación», entendida como el cambio del régimen actual y su sustitución por uno afín al Kremlin, y la «desmilitarización», es decir, la dependencia absoluta del Ejército ruso y el fin de cualquier aspiración a entrar en la OTAN, sigan siendo los objetivos mínimos para Putin.
Trump y Putin, en órbitas distintas
Por supuesto, buena parte de las pretensiones rusas no son sino abstracciones y a Donald Trump las abstracciones se le dan mal. Siempre ha vivido en un mundo demasiado concreto, demasiado práctico, sin Aleksandr Dugins ni grandes popes espirituales.
En algún momento de su carrera política, el pragmático Putin se convirtió en un místico y los occidentales dejaron de seguirle el razonamiento. Por eso no hicieron nada en 2008, cuando su ejército entró en Georgia, no hicieron nada en 2014, cuando se anexionó Crimea, y pensaron que no iba a hacer nada en 2022 porque sería «demasiado arriesgado».
Putin no entiende de porciones ni de parcelas. Se ha metido en un todo o nada del que solo puede salir con un improbable triunfo militar o un cambio en el liderazgo ucraniano favorable a sus intereses.
Si Putin pudiera colocar un Aleksandr Lukashenko en Kiev, efectivamente no necesitaría invadir nada. Lo que Putin detesta, en definitiva, es la existencia de Ucrania como un Estado independiente que toma sus propias decisiones. Una Ucrania libre es una amenaza para Rusia, además de una afrenta histórica. Eso no es fácil que lo entiendan dos empresarios de la construcción.
Tras la reunión de este lunes en la Casa Blanca entre Trump, Zelenski y los líderes europeos, lo único que podemos decir es que todo sigue como estaba, pese al infatigable optimismo «histórico» que quiso transmitir el presidente estadounidense. Los drones siguen matando civiles en Ucrania, el frente sigue siendo un baño de sangre, y no hay mención pública alguna por parte rusa de la posibilidad de un alto el fuego, una paz duradera o siquiera un encuentro a tres que ayer casi se daba por hecho.
Moscú como territorio «neutral»
Con su ironía habitual, Putin llegó a proponer Moscú como territorio «neutral» cuando Trump le llamó para concretar la reunión con Zelenski. Eso lo dice todo de su voluntad negociadora. Por supuesto, el presidente ucraniano se negó y tengamos algo claro: entre Kiev y Moscú apenas hay 756 kilómetros. Aproximadamente, la distancia que hay, por ejemplo, entre Madrid y Girona.
Si Putin hubiera querido reunirse con Zelenski para negociar algo, lo lógico es pensar que lo habría hecho ya. Sin embargo, sigue sin reconocerle como un interlocutor válido y pidiendo elecciones en medio de una guerra que él mismo empezó.
¿Puede cambiar eso Trump? Él piensa que sí. Piensa que puede reunirse en una habitación con los dos y convencerlos de que, como decía J.D. Vance, lo ideal es que cada uno ceda un poco y tan amigos.
Piensa que así podrá ganarse por fin el Premio Nobel de la Paz que tanto persigue –el lunes repitió mil veces que había parado seis guerras en seis meses, pero no nos quedó claro a qué guerras se refería, ni él mismo parecía saberlo– y centrarse en los asuntos domésticos, es decir, en la imposición autócrata del movimiento MAGA por encima de la constitución y las leyes estadounidenses.
¿Piensan lo mismo los líderes europeos? Lo lógico sería pensar que no porque algo sabe Europa del imperialismo ruso, pero en presencia de Trump, nadie quiere ser el verso suelto que le lleve la contraria.
La rueda de prensa del lunes en la Casa Blanca más pareció la de un presidente con sus ministros que la de distintos jefes de Estado y de Gobierno en pie de igualdad. Nadie se salió ni un milímetro del discurso marcado por el anfitrión, ni siquiera para recordarle que el voto por correo es prácticamente universal y que Joe Biden, a sus 82 años y enfermo de cáncer, no merece la ristra de insultos que le dedica en cada comparecencia pública.
Asumen que así es Trump y que así hay que quererle. Asumen que no habrá alto el fuego ni habrá paz y que, desde luego, no habrá tropas en Ucrania que garanticen su seguridad. Confían, eso sí, en que Estados Unidos siga enviando armas o vendiéndolas o lo que quiera hacer con ellas y que, de esa manera, el Ejército ucraniano pueda seguir creciendo y pueda mantener a raya al ruso.
La italiana Giorgia Meloni fue la única que señaló lo evidente: si estamos en esta situación es porque el Ejército ucraniano resistió en febrero y marzo de 2022 y sigue resistiendo en la actualidad.