Esta semana es inevitable hablar de ese primer elemento originario: el fuego. Con cierta nostalgia vienen a mi memoria los recuerdos de mi tesis doctoral: El mito y el rito del fuego. Pero poco que ver con la realidad que nos envuelve ahora en nuestro país: el fuego que quema y destruye. Lecturas y fotos inundan las publicaciones: destrucción y cenizas. Horror.
Mientras, no cesan las discusiones en torno a las palabras o ideologías que las sostienen. Menos mal que también surgen personas y opiniones que, unidas o separadas, muestran su interés por resolver las cuestiones y no solo con palabras. He ahí el ejemplo de esos países que se han unido en la causa común para luchar contra el grave problema y con los más próximos. A eso, entre otras cosas, se le llama solidaridad, sea del propio país o de otros. Ojalá mostráramos ese mismo espíritu para resolver los problemas que afectan a un marco universal.
Cuando uno observa esas conductas altruistas cree en el ser humano: «no too er mundo é güeno» dice la copla. Pero sí es cierto que «haber-lo haylo», hay buena gente aún.
Entre quienes, entre llamas, están luchando ahora vislumbramos no solo a los profesionales, sino también a ese voluntariado, joven, muchas veces, que está al pie del cañón, expuesto al peligro y a los más maduros que prestan su experiencia por salvar la situación.
Pero, hay otros, en cambio, que por cualquier enfermedad, alguna vez, o por odio casi siempre u otros intereses ocultos, pueden obstruir las buenas obras.
A unos y a otros hay que formarles: la prevención es cosa de dirigentes, pero también de todos. El fuego forma parte de la vida, pero necesita cuidado y atención.
Profesor