Evitamos pensar en la muerte. Aunque sabemos que un día moriremos, transitamos por el mundo confiados en la bondad del tiempo. Desde el momento en que los sentidos inauguran su apertura lúcida hacia el exterior, constatamos la fragilidad de la existencia cuando muere una mascota, el hijo del vecino, o enfrentamos un dictamen médico desfavorable que anuncia la incapacidad del cuerpo para detener lo inevitable. La muerte se impone como instancia inexorable. Morir es una acción que contemplamos siempre en su forma infinitiva. No deseamos experimentarla ni que lo hagan nuestros parientes amados. Reconocernos aquí en tanto sujetos mortales implica soportar el peso de perder a los otros, mientras observamos angustiados el acelerado declive del vigor. Las doctrinas consoladoras que imaginamos fracasaron en el intento de hacer la muerte menos dolorosa, pues admitir que el fallecido pasó a manos del Creador no extingue la tristeza que desata su ausencia. Nadie quiere enfrentar la nada o el juicio de un dios colérico. Es probable que los dolientes del difunto hallen esperanza en este tipo de discursos basados en la fe, pero su incomprensión permanecerá intacta. Tampoco el paciente terminal satisfará el angustiante deseo de saber por qué la divinidad permitió el desarrollo de la enfermedad que le oprime. Adicionalmente, el sentido común puede argumentar con presunción lógica la condición mortal de cada uno, y sin embargo no resignarnos. ¿Qué es la muerte? Somos extranjeros en nuestra propia cotidianidad, imaginando ideas exageradas sobre lo que no conocemos.
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