Héroe o villano, defensor de las libertades o vendepatrias, el gran magnate de la prensa de Hong Kong se juega la cadena perpetua en el juicio que este lunes ha entrado en su fase final. A Jimmy Lai, de 77 años y con pasaporte británico, le acusa la fiscalía de connivencia con fuerzas extranjeras y sedición por su rol protagónico en las violentas protestas prodemocráticas que en 2019 empujaron a la excolonia al borde del abismo.
El juicio fue aplazado el jueves por uno de los frecuentes tifones que azotan la isla en la temporada del monzón y de nuevo el viernes por los problemas cardiacos del acusado. Este lunes, con la medicación y un aparato que controla las palpitaciones de su corazón, ha escuchado al juez recordar que los expertos médicos le han calificado como «física y mentalmente apto». Su salud es uno de los muchos asuntos discutidos. Ha advertido su hijo de que sólo le sirve la absolución: cinco años o cadena perpetua supondrán su muerte en la cárcel.
El juicio ha alcanzado ya su quinto mes cuando estaban previstos tres y esta fase no se intuye breve. El escrito de conclusiones de la Fiscalía cuenta con 860 páginas y serán necesarios varios días para escuchar su versión resumida. El meollo del proceso radica en el contenido de sus frecuentes y mediáticas reuniones durante aquellas convulsas semanas con los halcones más recalcitrantes de la Administración Trump: el secretario de Estado, Mike Pompeo; el vicepresidente, Mike Pence; el asesor presidencial John Bolton… Sostiene la acusación que Lai hizo campaña para que Estados Unidos y el mundo sancionaran al Gobierno hongkonés y chino «bajo el disfraz de la lucha por la libertad y la democracia». Lo ha negado Lai y la Fiscalía le ha recordado que esas informaciones salieron publicadas en su propio periódico. Otro asunto controvertido es el momento de sus presuntas presiones: si llegaron antes o después de junio de 2020. En esa fecha fue aprobada la Ley de Seguridad para apagar las protestas vandálicas con la nueva tipología penal. Esa ley, según China y una parte de la población hongkonesa, devolvió la paz al territorio; según el mundo y la otra parte de la población hongkonesa, laminó las viejas libertades de la fórmula «un país dos sistemas».
Apoyo de Occidente
Lai es su más insigne víctima. Las organizaciones de derechos humanos y gobiernos occidentales han pedido su absolución con tozudez. Es un asunto «prioritario» para el Reino Unido, ha recordado su primer ministro, Keir Starmer. Lo fue también para Donald Trump y ahora lo es un poco menos. «Lo sacaré de ahí», prometió en las elecciones. La semana pasada lo negó y rebajó el compromiso a incluirlo en las negociaciones comerciales con Pekín y «hacer lo que pueda».
Lai protagonizó la escena hongkonesa durante décadas. Nació en Guangzhou (provincia oriental de Guandong) en una familia pudiente que lo perdió todo cuando los comunistas llegaron al poder. A los 12 años llegó a la isla como polizón en un pesquero huyendo de las hambrunas del continente. Encadenó trabajos menores, levantó un imperio textil multimillonario y, tras el aplastamiento estudiantil de Tiananmén, decidió combatir a Pekín desde la prensa. En 1995, dos años antes de que Hong Kong regresara a la Madre Patria, fundó el Apple Daily, el diario más fragoroso y popular de la excolonia.
Fue un improbable ejemplo periodístico: un tabloide sensacionalista y sexista con una deontología laxa que seguía la línea de Murdoch. Su nacimiento convulsionó la escena periodística local con una guerra de precios y su inmediato éxito estimuló los clones. Tenía un desagradable sesgo discriminatorio hacia los chinos del interior que llamaríamos racismo o xenofobia si no compartieran raza y país con los hongkoneses. En lo político martilleó al gobierno local y de Pekín, que veían al diario como un catalizador del desorden y las protestas. Durante aquellos turbulentos meses de 2019 no era raro que los manifestantes mostraran las páginas recortadas del diario con consignas revolucionarias.
Lai simbolizó la disensión en aquel Hong Kong que la Ley de Seguridad finiquitó. No quedan ya ni las cenizas del movimiento, con sus líderes repartidos entre el exilio y la cárcel.
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