Cada mes, millones de trabajadores en España contemplan su nómina con una mezcla de resignación y ansiedad. Observan una cifra considerable que se desvanece bajo el epígrafe «Contingencias Comunes», la sangre que alimenta el colosal sistema público de pensiones. Pagan con la esperanza, cada vez más frágil, de que cuando les llegue el turno, el sistema que hoy sostienen no se haya convertido en un gigante con los pies de barro.
No es un secreto que el modelo actual cruje. El desafío demográfico —menos cotizantes por cada jubilado— es una sentencia matemática, no una opinión política. Ante esta evidencia, surgen periódicamente propuestas lógicas, modelos alternativos que proponen sistemas mixtos, cuentas nocionales o incentivos más claros que vinculen el esfuerzo de cotización con la prestación final. Ideas que buscan no solo la sostenibilidad financiera, sino también una mayor equidad y transparencia para el ciudadano que, durante más de cuarenta años, se ve forzado a ser el inversor principal de un fondo cuyo reglamento no controla y cuya rentabilidad futura es una incógnita.
La pregunta, entonces, es tan obvia como dolorosa: si existen alternativas viables, efectivas y solidarias, ¿por qué no se implantan? ¿Por qué la única respuesta política parece ser la de seguir apretando las tuercas al trabajador y al empresario, estrangulando la capacidad de ahorro privado y la competitividad, en un intento desesperado por mantener a flote un transatlántico diseñado en el siglo XX para las realidades del XXI?
La respuesta no está en la falta de soluciones técnicas, sino en un nudo gordiano de cuatro hebras que paraliza cualquier intento de reforma estructural.
La primera es la tiranía de las urnas. Los más de diez millones de pensionistas conforman el bloque de votantes más disciplinado y numeroso del país. Cualquier partido que ose pronunciar las palabras «reforma profunda» es inmediatamente acusado por sus rivales de planear «recortes», un estigma que equivale a un suicidio electoral. Los políticos, esclavos del ciclo de cuatro años, prefieren imponer una hemorragia silenciosa a los cotizantes de hoy que enfrentarse a la ira ruidosa de los votantes de ayer. Es una cobardía con un alto precio a futuro.
La segunda hebra es la inercia de la máquina. El sistema de la Seguridad Social es una de las estructuras administrativas más complejas del Estado. Modificar sus engranajes fundamentales es una operación de una complejidad titánica, plagada de riesgos y con un coste de transición que nadie quiere asumir. Es más fácil y seguro seguir parcheando las vías de agua del viejo casco que embarcarse en la construcción de un buque nuevo y más ágil.
En tercer lugar, asistimos a una constante derrota en la batalla del relato. Explicar las bondades de un sistema más sostenible es una tarea pedagógica compleja y árida. Vender el miedo a través del eslogan «¡Vienen a por tus pensiones!» es, en cambio, sencillo, visceral y devastadoramente eficaz. La demagogia siempre le gana la carrera a la pedagogía cuando no hay líderes dispuestos a invertir su capital político en defender la verdad.
Finalmente, el mecanismo de consenso, el llamado Pacto de Toledo, se ha convertido en una paradoja. Nacido para proteger el sistema de las luchas partidistas, en la práctica actúa a menudo como un filtro que diluye las propuestas más valientes hasta convertirlas en un mínimo común denominador insípido. El objetivo deja de ser la mejor reforma posible para convertirse en la reforma menos molesta para todos, que casi nunca es la que se necesita.
Y mientras este atasco estratégico se perpetúa, el cotizante sigue pagando. No solo con su dinero, sino con su incertidumbre. Se le exige un acto de fe en un modelo que da evidentes signos de agotamiento, mientras se le penaliza si intenta buscar por su cuenta alternativas de ahorro privado. Es el pagador estrangulado, el pilar sobre el que descansa un edificio con grietas, y al que se le prohíbe construir su propio refugio.
Reformar las pensiones no es una cuestión técnica, es un test de madurez democrática y de valentía política. Exige líderes que miren más allá de las próximas elecciones y ciudadanos que estén dispuestos a escuchar verdades incómodas. Mientras eso no ocurra, seguiremos atrapados en esta jaula de oro: un sistema que fue un pilar de nuestro estado del bienestar, pero cuya rigidez amenaza con convertirlo en el ancla que nos impida avanzar.
Miren la solución en Dinamarca o Países Bajos, allí esta el futuro de nuestras pensiones.
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