Doce de agosto, martes. No llegamos aún ni al ecuador del mes más populista del año y mi casa ya ha sido tomada por varias fuerzas de distinto origen y condición. Hay cascos azules infantiles que no saben ni siquiera dónde está el aseo, milicias drusas empoderadas escondidas tras el sofá, yihadistas adolescentes reacios a cualquier tipo de acuerdo, familiares expertos miembros del Mosad capaces de negociar en la cocina con una mano y lanzar una granada al pasillo con la otra. Un sindiós, la verdad. Los apartamentos alicantinos en agosto son un crisol de culturas diferentes, una mezcla inclusiva de naciones con múltiples credos, una oda a la familia de segundo y tercer grado que se hace ver con fuerza. Yo, pobre civil sin arte ni parte que a lo único que aspiro es a hacerme un café con leche, me suelo levantar al alba, sobre las diez de la mañana más o menos, y empiezo a atravesar cautelosamente nuestro salón, que es Beirut, el punto neurálgico, el centro de todo, donde confluyen cristianos ortodoxos, islamistas suníes, salafistas fundamentalistas, maronitas incorregibles. Todo pasa por Beirut. Pues lo mismo en mi salón: un sofá-cama para que duerma allí cualquier amigo que se le ocurra a mi hijo, y a cualquier hora; un montón de ropa agolpada en el recibidor que todos damos por sentado que se va a plegar y planchar sola; mi sillón frente a la tele tomado al asalto por mi suegra, diciendo que tiene que ver a Alcaraz en el torneo de Cincinnati; sobrinas que se apuntan a comer que casi ni conozco. Toallas, muchas toallas, de todos los colores y texturas, puestas en el respaldo de las sillas de la terraza, esperando que un holograma creado por la inteligencia artificial las coloque de manera perfectamente ordenada en el armario correspondiente.
Haber visto a Tom Jones en la plaza de toros con ochenta y cinco años y saber que Cristiano va a seguir marcando goles en el Al-Nassr con cuarenta y tantos me da esperanzas y decido hacerme fuerte en un hueco de la terraza, tras el ficus. Desde ahí tengo una visión privilegiada del desastre. Estoy por poner a funcionar el dron que compré en Carrefour, para completar el análisis y tomar las mejores decisiones en el momento más adecuado. Rommel, Patton, Zukov: todos tuvieron que pasar por lo mismo, sentir la misma presión, aguantar la incertidumbre máxima, decidir con dudas irresolubles. Estoy a punto de salir de mi escondite y me siento como Paul Newman y Robert Redford en la escena final de Dos hombres y un destino. Por lo menos ellos se tenían el uno al otro, pero yo estoy solo frente a todo y frente a todos. Y frente a todas, que son más listas y más vengativas: más crueles, en suma. Ha llegado un momento en que tengo que decir basta. Dejar de dar pagas todos los días a mi hijo Miguel y a mi sobrina Irene. Rebelarme ante la injusticia de que me toque siempre a mí («siempre sale tu número, Jesús» dice mi mujer) ir a Mercadona en horario de máxima audiencia. Tener que quita y poner la mesa para doce todos los días. Cortar las rajas de la sandía, poner el café, limpiar la encimera.
En esas cavilaciones estoy cuando aparece mi hija (acaba de llegar de estar una semana en el Cabo de Gata. Y en julio fue al sur de Francia a un festival musical indie. Decía que tenía suficiente dinero, pero luego resultó que no era para tanto) diciéndome que ha visto una oferta súper-barata a Mallorca que cree que debe aprovechar para ir a ver a una amiga que está pasando por un mal momento (o sea, un sacrificio). Que cree (otra vez) que va a tener dinero. Y que además tiene veintidós años y aún no conoce Mallorca. Yo le digo que conocí Mallorca a los cuarenta y nueve y que aquí sigo. Me mira con una cara de decepción y desapego como yo nunca miré jamás a ninguno de mis progenitores. Yo te lo pago nena, dice mi suegra desde mi sillón mientras comenta un punto de Alcaraz («Qué gran drive tiene este chiquito», dice). Mi hija la mata a besos mientras a mí ni me mira. Me lo pienso mejor y creo que hay que volver al hueco detrás del ficus, antes de que alguien (yo mismo) lance en el salón la bomba de neutrones y nos vayamos todos al carajo. Si hoy es sábado y son vacaciones, el salón de mi casa es Beirut.
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