Mi salón es Beirut

Doce de agosto, martes. No llegamos aún ni al ecuador del mes más populista del año y mi casa ya ha sido tomada por varias fuerzas de distinto origen y condición. Hay cascos azules infantiles que no saben ni siquiera dónde está el aseo, milicias drusas empoderadas escondidas tras el sofá, yihadistas adolescentes reacios a cualquier tipo de acuerdo, familiares expertos miembros del Mosad capaces de negociar en la cocina con una mano y lanzar una granada al pasillo con la otra. Un sindiós, la verdad. Los apartamentos alicantinos en agosto son un crisol de culturas diferentes, una mezcla inclusiva de naciones con múltiples credos, una oda a la familia de segundo y tercer grado que se hace ver con fuerza. Yo, pobre civil sin arte ni parte que a lo único que aspiro es a hacerme un café con leche, me suelo levantar al alba, sobre las diez de la mañana más o menos, y empiezo a atravesar cautelosamente nuestro salón, que es Beirut, el punto neurálgico, el centro de todo, donde confluyen cristianos ortodoxos, islamistas suníes, salafistas fundamentalistas, maronitas incorregibles. Todo pasa por Beirut. Pues lo mismo en mi salón: un sofá-cama para que duerma allí cualquier amigo que se le ocurra a mi hijo, y a cualquier hora; un montón de ropa agolpada en el recibidor que todos damos por sentado que se va a plegar y planchar sola; mi sillón frente a la tele tomado al asalto por mi suegra, diciendo que tiene que ver a Alcaraz en el torneo de Cincinnati; sobrinas que se apuntan a comer que casi ni conozco. Toallas, muchas toallas, de todos los colores y texturas, puestas en el respaldo de las sillas de la terraza, esperando que un holograma creado por la inteligencia artificial las coloque de manera perfectamente ordenada en el armario correspondiente.

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