Casa vivienda de Gabriel García Márquez, en México.
Vine a México buscando las noches, la escritura de Gabo. Y ahí están, hecha historia, las páginas de ‘Cien años de soledad’, su propia soledad, el legendario silencio del escritor. En los árboles de su casa, en la cocina tranquila en la que lo imagino sentado, buscando en los celajes la siguiente frase, ahí está lo que quiso Gabo para no ser importunado: una máquina de escribir, los pies descalzos, este silencio.
Alrededor, imagino dónde está el refrigerador, un tendedero para los días en que el Dios de la lluvia trepida sobre México y todo ha de ser resguardado como si el mundo se te viniera encima. Más allá, por donde se va al patio de árboles donde él meditaba después de jornadas llenas de la pasión por buscar lo que le explicó su abuelo, hay una máquina de escribir vieja, preciosa y grande, que simula ser aquella con la que él, sobre el mismo tablero, escribió ‘Cien años de soledad’ como si explicara un sueño.
Lo imaginé estos días en Cartagena de Indias cuando vio entrar a una sala de académicos a Bill Clinton, a quien le había llevado años atrás un mensaje de Fidel Castro. El mundo aquel de sabios de la lengua se levantó a aplaudir y él lo hizo como si no estuviera al tanto de quién era el peregrino que de pronto inundaba de manos el patio de butacas. Era 2005 y Gabo no tenía ganas de estar en otro sitio que en su casa de Cartagena, o en la cuna que aún se vislumbra en la parte de ruinas que se conserva ante los enormes árboles de su casa natal en Aracataca.
Por aquí, lejos de ese escritorio, está el trastero de la lavandería, que ahora es una sucesión de afiches que recuerdan actos, gestos, y entre ellos se vislumbra la figura del más simpático y ocurrente de los escritores mexicanos, Jorge de Ibargüengoitia, autor de ‘Instrucciones para vivir en México’, que murió en noviembre de 1983 en un accidente de avión.
Esta en la que ahora usurpo un lugar es una casa adecuada para un hombre que escribe. Gabo la recibió de un benefactor que esperó por él, por el fin de su escritura, para cobrar los meses acumulados. Abajo la entrada y arriba están, como reliquias de sus sueños, las cartas sin remite ni papeles que pueden adivinarse en la escueta sucesión de las paredes. La quietud de aquí arriba, donde yo escribo, parece cumplir un mandato de Gabo: solo se puede decir lo que manda el pasado si en el presente no hay más ruido que tu propia respiración, o nada. Buscó ese sonido yendo al sur de México mientras viajaba a las playas donde su mujer y sus hijos irían de vacaciones. Dio un volantazo y regresó a su pueblo de nacimiento, al que ya no iba a volver, trasladado ahora a su escritorio en La Loma, 19.
Nada más llegar a esta zona del sur de México y pensar en lo que le esperaba en aquel escritorio exclamó, o eso dicen: «De aquí no pasa. Ya tengo el libro». Mercedes les dijo a los chicos que lo del padre era fuerza mayor, mientras él sufría la rabia de los chicos y alentaba en su mente la razón de ser de su extravío: el libro, el dichoso libro.
Así que se hizo a otra clase de amor y viajó enseguida a la literatura. Buscó entre los sitios de esta hermosura de flores y de silencios el más lúgubre de la casa, como para no distraerse sino con la niebla de sus sueños. Decidió que así escribiría mejor la historia que le venía por el aire desde Aracataca. Su hermano Eligio (que también se llamaba Gabriel) cuenta en un libro memorable (‘Tras las claves de Melquíades’), esos días de pasión que fueron el principio de esa epifanía que puso en vilo, cuando fue público, a los que ya buscaron el misterio como un regalo de la literatura del siglo XX. Esta casa estaba hecha para él. Alrededor se alborotaban los chicos y Mercedes Barcha, la madre, lo amortiguaba todo, hasta las llamadas de urgencia. Gabo se ponía la mano en la frente, la meditación atenuaba su prisa mientras buscaba el final de un capítulo o el sentido de un adjetivo. Me dicen que en ocasiones él se levantaba del sueño de escribir y se entregaba a un paseo por lo que ahora sigue siendo el más bello jardín de los alrededores.
Ahora que estoy aquí, lo veo en su tercera edad, tan lejos de estos árboles y también de las palabras que entonces le salieron tan fieras, llenas de la imaginación que tituló, al fin, como quien grita desde su asiento el nombre de su abuelo: ‘Cien años de soledad’.