Duros son los tiempos que corren para la credibilidad de la acción pública, no solo como gestora, sino también como generadora de desarrollo económico en cualquier territorio. Los que defendemos los beneficios de la acción pública en determinados ámbitos, especialmente en los de carácter estratégico, sabemos que el mayor enemigo de esta acción, necesaria e imprescindible para proveer justicia social y equilibrio allá donde impere el desequilibrio, es la ineficacia que deriva de la mala gestión por parte de las correspondientes administraciones. Y aquí conviene distinguir y no hacer tabla rasa, ya que, como en todo sistema complejo, cada nodo tiene sus propias características y enlaces.
En la administración pública, que incluye por supuesto a todas esas entidades privadas, pero vinculadas como satélites evidentes de la misma (algunas con carácter mercantil incluso), convendría distinguir de forma clara entre cargos políticos y cargos técnicos. Quizás la cercanía cotidiana de ambos colectivos, así como la legítima y hasta deseada posibilidad de trasvase temporal entre ellos, hace que algunos entremezclen y solapen indebidamente ambos roles, incluso de forma permanente, abrazando un mestizaje en muchas ocasiones pernicioso para el buen servicio ciudadano, al invertirse el conocido «servir» por el también, por desgracia conocidísimo, «servirse».
En nuestra sociedad, estamos actualmente en unos niveles de insolvencia e incapacidad elevadísimos que derivan en muchos casos de una corrupción política generalizada. Si miramos a nuestro alrededor probablemente todos detectemos, a distintos niveles, situaciones de nepotismo, de burocracia y de degradación de los servicios públicos, a la par que detectemos también que quienes son capaces y solventes (cada vez menos por los inadecuados procesos de selección) se vean aislados y arrinconados por la pléyade de inútiles bien colocados que, además, suelen acreditar el extendido mal patrio por excelencia, la clamorosa envidia que deriva de su intrínseco autodesprecio, que intentan, sin éxito, ocultar. Esta, entre otras causas, contribuye a que la corrupción derivada sea estructural y endémica, afectando a ideologías y partidos políticos por igual a lo largo del tiempo, muy especialmente donde no hay alternancia.
Por poner algún ejemplo, extraído de la hemeroteca reciente, los trenes (que no solo se paran, sino que cuando esto ocurre no hay un plan de rescate y de transporte alternativo, como siempre hubo, y te puedes quedar tirado esperando toda la noche), aeropuertos, correos, SEPI, abastecimiento de electricidad, prevención de inundaciones, gestión de catástrofes, atención a las víctimas, lucha contra el narcotráfico, seguridad ciudadana, gestión de pandemias, gestión de la inmigración, y podría seguir, pero voy a centrarme en lo que nos ocupa, que es la gestión y la eficacia de las políticas de desarrollo rural.
Hay tres puntos clave a la hora de cuantificar la eficacia de las políticas públicas si no queremos caer en valoraciones espurias. El primero sería considerar el posible efecto desplazamiento que los fondos públicos pueden hacer sobre la inversión privada, es decir, cuantificar en qué medida lo que se cofinancia desde lo público sustituye a lo privado, no produciéndose en ese caso la dinamización deseada, sino el efecto contrario por sustitución. Esto afecta y mucho a las políticas de desarrollo rural europeas, que se basan de forma mayoritaria en pagos directos a inversores privados para cubrir inversiones y en menor medida gastos. Un segundo punto sería cuantificar el grado de consecución de objetivos. A nadie se le escapa que, si se destina un presupuesto para conseguir unos objetivos y no se logra alcanzarlos, o al menos acercarse a ellos, la inversión es un fracaso y se deben considerar otras alternativas para el futuro. El tercero, sería cuantificar el grado de satisfacción de quienes son los beneficiarios últimos de los fondos, entendiendo a estos como el conjunto de ciudadanos que podrían beneficiarse de los mismos, pero desde un enfoque colectivo, no desde el de unos pocos afortunados que hayan recibido un lucro personal en detrimento de otros muchos que no hayan podido alcanzarlo, y que esa mayoría ciudadana esté, en términos generales, satisfecha.
Para las tres cuestiones mencionadas una administración débil, con poca pericia y que confunda la parte técnica con la acción política juega absolutamente en contra. Si cuantifica resultados en términos absolutos, sin considerar el efecto desplazamiento, hincha y desvirtúa esos resultados hasta el punto, incluso, de darles la vuelta. La creación de empleo y la fijación de población rural, objetivos prioritarios para cualquier política de este tipo, es evidente que, en términos generales están cada vez peor. Decir que sería peor aún sin los fondos ejecutados no es propio de una administración eficiente, ya que para eso debería considerar no solo como escenario alternativo el que suprime los fondos, si no otros muchos donde se inviertan en otras posibilidades, asegurando que la ejecutada es la óptima. Oímos de forma reiterada que ciertos programas territoriales son los mejores de Europa porque la administración responsable es la que más destina porcentualmente a ellos del total de sus presupuestos, sin argumentar en ningún momento sobre su efectividad y el grado de consecución de objetivos.
Por último, la satisfacción ciudadana en general y de la población rural en particular (especialmente de ganaderos y agricultores), no es la más deseable si atendemos a las innumerables protestas, reclamaciones y demandas continuas de estos colectivos, avaladas por hechos contrastables como el claro abandono de la actividad y del medio rural. La concentración de población en las ciudades actualmente parece imparable.
Creo que una buena política de desarrollo rural debe empezar por solucionar, o al menos contener, los problemas comunes en la administración, tales como la burocracia, el nepotismo, el clientelismo, la falta de motivación, la falta de pericia y otros similares. Sin verdaderos líderes que piloten de forma independiente los programas a desarrollar, basándose en criterios técnicos y científicos, va a ser difícil que se obtengan los beneficios mínimos deseados. La propaganda política, el gasto superfluo, la gestión basada en viajes, saraos y pitanzas, más bien propia de una asociación de amigos o vecinos, no puede sino corromper, en vez de inducir, el desarrollo rural.
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