Carmen no puede atender al teléfono. Tampoco su hijo Mario, ni Izan, ni Samuel. “Estamos intentando apagar otro fuego porque se ha vuelto a prender en el monte lo que ayer estaba controlado”, relata esta leonesa a través de una apresurada nota de voz. Llega ese acelerado relato, cuando la cobertura lo permite, desde su diminuto pueblo, Herreros de Jamuz (apenas 68 habitantes en invierno, casi 200 estos veraniegos días). Otra voz preocupada pregunta por el grupo de WhatsApp: “¿Alguien sabe dónde están los guajes?”. En muchos pueblos como este de la provincia de León, donde los 14 incendios forestales en activo han calcinado miles de hectáreas y desplazado a millares de personas, son estos guajes, adolescentes atrevidos y valientes, muchachos y muchachas de la localidad, quienes están tratando de detener las llamas.
«Fue una locura», rememora Carmen Fernández, cuando encuentra un momento para detenerse a pensar, para este diario. «Solo unos 10 vecinos nos quedamos en el pueblo —os los puedo nombrar—, y nosotros tuvimos que apagar el fuego dentro de una casa porque la Guardia Civil pasó por delante dos veces, y ni se dignó a bajar del coche; fue inhumano», cuenta. Sin «haber pegado ojo en toda la noche», esta madre de uno de los guajes que subió al monte a desbrozarlo antes de que llegara el fuego confiesa aún «estar en ‘shock'». «Es un infierno, todo lo que pueda contar es poco», añade, antes de ponerse a enviar mensajes a toda aquella gente que no está en el pueblo para confirmarles que sus casas están bien.
Patrimonio de la Humanidad
Desde lejos, los que ven su tierra arder con la supuesta seguridad y sosiego de la distancia también tratan de ayudar. “En nuestra casa hay un pozo con agua, por si necesitáis poner una bomba para lo que consideréis”, ofrece Anna. “Podéis saltar la valla”, añade. A muchos, estar alejados de su tierra en su peor momento les consume. “¿Qué hacemos aquí sin hacer nada cuando nuestra gente se está arriesgando?”, se pregunta Abel Tomás Cela, cuya familia es originaria de Herreros de Jamuz, aunque reside en Catalunya. Cada verano, muchos hijos de los leoneses que emigraron a tierras catalanas en busca de una vida más digna en la década de los 1960 vuelven a su pueblo natal para pasar las vacaciones junto a sus familias.
“Han abandonado al pueblo”, denuncia a este diario, evacuado junto a su hijo y su mujer a una localidad cercana a León en casa de unos familiares. “Todos los efectivos han ido para Las Médulas y han dejado a los pueblos y a la gente solos”, constata. Desde hace casi tres décadas, este paisaje cultural leonés es Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO al tratarse de la mayor mina de oro a cielo abierto de la época romana. El incendio forestal inciado en Yeres ha transformado el vibrante paisaje de tonos rojizos y verdes en un horizonte de negro y cenizas. Su relevancia histórica le ha hecho acaparar todos los titulares. “Eso es importante solo porque alguien en la UNESCO decidió que lo era, pero ¿y la gente? Las Médulas seguirán ahí, las replantarán, y habrá recursos para eso, pero a la gente no la recuperas”, concluye Abel.
«Un desierto negro»
Por ahora, un joven voluntario de 35 años, Abel Ramos, ha perdido la vida en las labores de extinción. Abel Tomás lo conocía. Era, como él, un gran aficionado a las motos y ocupaba el cargo de vicepresidente del Motoclub Bañezano. El fin de semana anterior había acompañado al vicepresidente de la Diputación de León, Roberto Aller, en los entrenamientos y clasificación del GP de La Bañeza. Esta ciudad, con más de 10.000 habitantes, ha cancelado sus fiestas municipales previstas para este fin de semana. Ahora, el pueblo bañezano está volcado en ayudar a las miles de personas desalojadas de los pueblos cercanos. “Nos han tratado a las mil maravillas”, cuenta a EL PERIÓDICO un herrereño de 85 años, que ha pasado la noche en el pabellón municipal de La Bañeza.
Sin embargo, esta mañana ya volvía a estar en su casa. Desafiando las restricciones de las autoridades, su sobrino, de quien depende para moverse, quería unirse a las labores de defensa del pueblo. “Las casas están bien, pero todo alrededor es un desierto negro”, decía a media tarde este octogenario. Con el paso de los minutos, sus palabras van perdiendo sentido. Desde los pueblos aledaños, llegan imágenes de hogares calcinados. El monte se ha vuelto ceniza en el epicentro de los incendios que azotan la Península. Un “desierto negro” cubierto por esqueletos de los árboles ennegrecidos. Aún se desconoce la gravedad de los daños en todas las zonas.
«¡No malgastéis el agua!»
Más allá de las pérdidas materiales, el valor simbólico de estas tierras es incuantificable. A sus 89 años, Santiago no podía evitar observar con los ojos aguados el humo que cubría los campos que aró en su juventud. Frente a él, ardían las huertas donde jugaban sus hijas. Él, como muchas otras personas mayores que veranean o viven en estos pueblos, es una de las 8.200 personas que han sido desalojadas. Muchas, como su mujer Nieves o su hija mayor del mismo nombre, insisten en volver. Los gritos de la Guardia Civil de las últimas desesperadas horas —»¡desalojen la localidad! ¡evacúen el pueblo!»— quedan en el pasado. A la distancia, desde la casa de unos familiares en León, los mensajes que les llegan de quienes se han quedado en el municipio les generan incertidumbre. Se sienten solos y desprotegidos. “Sólo el pueblo salva al pueblo”, repiten, entre llamados a la ciudadanía para que manden camiones, tractores o garrafas.
Cuando el incendio perfiló la montaña que protege a la localidad la tarde del martes tras una noche entera asomando, todo el mundo rápidamente se movilizó. Desde localidades cercanas, expertos y amateurs se desplazaron. Los conocimientos adquiridos en los días anteriores les servían. Salían mangueras de todos lados. Los agricultores se subieron a sus tractores para segar la hierba seca que había en los campos, y, con ello, crear cortafuegos. “¡No malgastéis el agua!”, gritó el alcalde pedáneo, Felipe Miranda González, desde un tractor. Empapado de sudor y con el rostro tomado por la urgencia de la tragedia que se sumía sobre su gente, volvió rápidamente a arar. Como Carmen, tampoco contesta al teléfono. Ambos están poniendo el cuerpo en la primera línea ante el fuego. Igual que muchos guajes leoneses.
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