La primera corrida de la Feria de la Albahaca fue noticia, primero, por el lleno absoluto que registraron los tendidos en una tarde de elevadísima temperatura. Ese fuego abrasador se multiplicaba exponencialmente si te encontrabas bajo la chapa del tendido cubierto. Insoportable.
El cartel de toreros que ponen banderillas (algunos con arco, como las flechas) pretendía ser la percha del invento, una atracción que justificaba el cartel sin demasiadas expectativas y lo que resultó fue un tostón, un homenaje a la vulgaridad patrocinado por el doctor Sueño. Ya lo dice la máxima del toreo: «Señores matadores, absténganse de colocar banderillas si por lo menos no empatan con algunos de los hombres de sus cuadrillas».
Ahí estaban Ángel Otero, Curro Robles o Rafa Goria, que no tiene nada que envidiar colocando los palos a algunos de los de oro. Y lo hacen más brevemente. Sin embargo tienen que tener al personal más de dos horas y media para colocar pares que se desprenden al instante (Ferrera o Fandi), pasadas en falso y apurados saltos de cabeza al callejón. Oiga, y además de eso, ustedes ¿qué venden?
Pues mientras El Fandi se dedicaba a putear de capote a su primer toro ora en pie, ora de rodillas y tal; por lopecinas en quite aéreo que refrescó medio tendido; mendigando en terrenos de sol un jaleo de enésima edición de una faena faena clonada por tan requetevista de un torero retorcido como sarmiento del Somontano… por el tendido comenzó a correr el rumor de que Morante había sido cogido mientras toreaba en Pontevedra. Allí había llegado en vuelo privado tras sus últimos quebrantos marbellís y portuenses e iba a aprovechar para ofrecer una entrevista extensa, en profundidad a un periodista. Con ello ya no hubo qué. Este lunes no toreará en Huesca.
Los teléfonos comenzaron a hurtar la atención del ruedo y lo que allí ocurría ya se tornó secundario. A El Fandi le otorgó el palco del sol la orejilla que autorizó el palco presidencial y hubo paz. Cupón cortado.
Mientras, la obtenida por Antonio Ferrera en su primer toro fue oreja de goma por una labor superficial e intrascendente a un torillo de cara abrochada, poquita cosa y sin apenas fuerzas para sostenerse. En el otro perdió toda autoridad lidiadora al morir al palo que le dictó el animalillo que desde el principio marcó los terrenos donde acaban los mansos: la puerta de toriles. Allí malmurió después de una estocada y tres descabellos.
Antes había deambulado por el lado derecho permitiendo a Ferrera acompañar el viajecillo y componiendo algo asimilable con el toreo. Pero quiá, la movilidad no es equiparable con lo que alguno llama «calidad». ¿Un moribundo que va y viene puede presumir de esa virtud?
A todo esto, Manuel Escribano se puso el mono para firmar una tarde de pico y pala. Si en su primero hubo destajo largo sin dejar huella en el que acabó el tormento fue apretado de salida por el toro poniéndolo en dificultades. Ello no le impidió la cosa de los palos antes de brindar a la alcaldesa de la ciudad y trajín que ni rematando de rodillas (otro toro junto a toriles) sirvió. Reivindico las dedicatorias de las faenas a posteriori. Lagarto, lagarto.