«En una ciudad de 245.000 habitantes, casi 100.000 personas murieron o fueron condenadas de un solo golpe; 100.000 más resultaron heridas». Así, con un lenguaje frío y pétreo, narró John Hersey la inhumanidad de la guerra total en la ciudad de Hiroshima.
El periodista estadounidense, que pasó más de tres semanas en la ciudad arrasada por la bomba atómica ‘Little Boy‘, publicó una crónica de 30.000 palabras que reveló la verdad que el Gobierno de EE UU intentó silenciar. Como el general Kurtz en Apocalypse Now, Hersey presenció el horror en carne propia. Pero, a diferencia de la película de Coppola, que se estrenó entre vítores en Cannes, su misión fue real y solitaria. Logró entrar y salir de Japón —entonces bajo control militar estadounidense— para mostrar al mundo lo que por entonces eran solo rumores: el 6 de agosto de 1945 no solo se arrasó una ciudad, sino que se desató una radiación que condenó a los supervivientes a un sufrimiento aún más atroz que la muerte instantánea.
El reportero no escribió nada in situ, por temor a represalias. Tampoco hizo falta. Lo que le relataron sus entrevistados le marcó para siempre: «…sus rostros estaban completamente quemados, sus cuencas oculares hundidas, el líquido de sus ojos derretidos les corría por las mejillas», testimonió el padre Kleinsorge, sacerdote alemán que sobrevivió al resplandor mortal.
El relato se publicó en The New Yorker, fruto de un pacto previo e informal entre el director de la revista y el propio Hersey. Se vendieron 300.000 ejemplares de aquella tirada. Los seis protagonistas que Hersey eligió como hilo narrativo se convirtieron en símbolo del horror nuclear.
La obra de Hersey reveló también las contradicciones de Washington: justificó la aniquilación de más de 200.000 personas como algo necesario para ganar la guerra y se erigió como garante de la paz. Reminiscencia del lenguaje del poder que EEUU utilizó durante gran parte de la Guerra Fría.
J. Robert Oppenheimer, director del Proyecto Manhattan que desarrolló con éxito la primera bomba atómica, se consideró a sí mismo «la Muerte, la destructora de los mundos», un lema hinduista que le vino a la mente al presenciar la prueba Trinity, la primera detonación nuclear de la historia. El atormentado científico cargó con todo el peso moral de haber dado con la «receta», la pieza catalizadora de un engranaje que podría acabar con existencia sobre la faz de la Tierra. Pero sin el aparato estatal, no habría habido bomba.
Durante años se dijo que el Proyecto Manhattan costó 2.000 millones de dólares de la época. Sin embargo, documentos posteriores revelan que el Congreso aprobó, sin saberlo, unos 800 millones —más de 13.000 millones según el valor actual— camuflados como un proyecto de ley de gastos militares. Solo siete legisladores sabían qué se estaba financiando. El resto votó a ciegas. Asimismo, la trampa se hizo antes que la ley: ya en 1943, el laboratorio de Los Álamos —instalación en la que se desarrolló la bomba— ya estaba construido.
Cuando un congresista filtró el secreto a un periodista, Sam Rayburn, presidente de la Cámara, intervino: «Eres un buen estadounidense, ¿verdad?… Entonces no publiques nada». Y no lo hizo. La población no conoció el proyecto hasta que fue demasiado tarde. Actualmente, un tercio de los documentos del Proyecto Manhattan sigue clasificado.
«A las 8.14 era un día soleado, a las 8.15 era un infierno«, describió Kathleen Sullivan, directora de Hibakusha Stories, una organización que recopila testimonios de sobrevivientes de las bombas. El Enola Gay, pilotado por Paul Tibbets, lanzó la bomba Little Boy, que explotó a 600 metros del suelo. La fisión generó una ola de calor de 4.000 ºC en un radio de 4,5 kilómetros.
«Vi una gran multitud de gente agonizando. Hombres, mujeres y niños estaban casi desnudos con la ropa quemada. Caminaban en silencio, con los brazos extendidos, la piel quemada les colgaba de las puntas de los dedos», relataba Toshio Tanaka a la BBC.
Aquellos efectos no detuvieron a Truman, que ordenó lanzar Fat Man sobre Nagasaki tres días después. Aunque la orografía montañosa de la ciudad limitó el impacto, fue suficiente: el 15 de agosto, el emperador Hirohito anunció la rendición. El 2 de septiembre, Japón firmó el fin de la guerra a bordo del USS Missouri.
Los supervivientes —hibakusha— sufrieron quemaduras, vómitos, caída del cabello y, a largo plazo, leucemias y otros tipos de cáncer. El término significa «persona bombardeada», pero fueron vistos como portadores de enfermedad, rechazados social y laboralmente. Durante décadas, vivieron sin ayuda estatal ni justicia reparativa. No obstante, emprendieron una lucha eterna por el reconocimiento de la sociedad japonesa, dejando atrás los polos opuestos —indeseados a partes iguales— del martirio y la estigmatización. En 2024, el colectivo Nihon Hidankyo, que los agrupa, recibió el Nobel de la Paz.
Las consecuencias para su país tampoco fueron óptimas. Japón quedó absolutamente a merced de Estados Unidos. Los soldados nipones desfilaron deshonrados hacia sus casas. En el propio documento de rendición, Estados Unidos forzó a Tokio a elaborar una Constitución pacifista, forzándole a dejar su suerte defensiva en manos de Washington. Esta condición se ve reflejada en el artículo 9 de la Carta Magna nipona: «El pueblo japonés renuncia para siempre a la guerra como un derecho soberano de la nación y a la amenaza o uso de la fuerza como medio para resolver disputas internacionales […] nunca podrán mantenerse fuerzas de tierra, mar y aire, así como cualquier otra con potencial bélico.»
El historiador Yoshikuni Igarashi habla de una «narrativa fundacional» promovida por los líderes nipones basada en la aceptación instantánea de la derrota, pero a su vez, en la justificación de las atrocidades del vencedor «bajo la apariencia de una necesidad estratégica y una preocupación por la humanidad».
De la noche a la mañana, Japón pasó de ser una nación con pretensión imperialista a un estado-nación democrático sin Ejército. Sin embargo, la sociedad civil vivió el trauma de la guerra, el deshonor nacional, el arrepentimiento hacia sus pretensiones expansionistas y el odio hacia el ocupante en un proceso independiente, más complejo respecto al abrupto giro del sistema político.
Cuando el piloto Paul Tibbets soltó la Little Boy sobre Hiroshima inició un nuevo capítulo en la historia contemporánea. A partir de entonces, se instaló un nuevo paradigma en las doctrinas de seguridad de las potencias hegemónicas surgidas de la Segunda Guerra Mundial: si vis pacem, para bellum (si quieres la paz, prepárate para la guerra). La era geopolítica de la carrera armamentística y la disuasión nuclear tomaba forma.
«La seguridad será el robusto hijo del terror, y la supervivencia, el hermano gemelo de la aniquilación», afirmó Winston Churchill en su último gran discurso ante el Parlamento en 1955. Hiroshima y Nagasaki marcaron el inicio de una amenaza autogenerada que aún hoy condiciona el equilibrio global. La gestión de esa amenaza depende, en última instancia, del conocimiento histórico y la responsabilidad de quienes tienen el poder de decisión.
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