Desde que los hijos de las familias más humildes accedieron a la universidad, la titulitis se convirtió en un mal nacional. Se acabó aquello de «¿estudias o trabajas?», porque todo el mundo estudiaba. Si no tenías un título, no eras nadie. Hasta se vanagloriaba el que tenía el título de bachiller superior frente al que sólo tenía el de bachiller elemental –el nombre lo decía todo–. Y éste, frente al que «no servía para estudiar» y se quedaba en la escuela primaria, y obligatoria, dejando pasar el tiempo hasta tener la edad de ponerse a trabajar.
Las universidades se llenaron, se desbordaron. Hubo que poner un numerus clausus, porque no cabía un alfiler. Se estudiaba sin ton ni son. Derecho, que tiene muchas salidas. Filosofía y Letras, que te da una cultura general, aunque luego te dediques a otra cosa. Periodismo, que es muy fácil, se viaja mucho y se conoce gente. Las carreras de ciencias, en cambio, eran otro cantar. Había que tener altas capacidades y estudiar mucho, no estaban al alcance de cualquiera.
Las casas llenaron sus paredes de diplomas de CCC, orlas con las caritas de los alumnos, títulos diversos firmados por el mismísimo Rey. Los padres, normalmente procedentes de un tiempo en el que estudiar solo estaba alcance de los más pudientes, exhibían orgullosos a las visitas las certificaciones de los méritos de sus hijos. «Hay que ver lo listo que te ha salido», decían admiradas como si un título de licenciatura en Ciencias de la Información equivaliera a un título nobiliario.
Hasta que llegó un momento en que todo el mundo tenía títulos. La inflación obligó a una devaluación. Se convirtieron en papel mojado. Todo el mundo se apresuró a quitar esas exhibiciones de sabiduría de las paredes. Los trasteros acabaron por llenarse de orlas y títulos oficiales llenos de humedades, que daba pena tirar pero no servían para nada.
Tuvo que llegar el plan Bolonia y el negocio de los másteres para intentar recuperar el valor de los títulos. Un grado –antes licenciatura– no servía para nada. Había que tener, como mínimo un máster en alguna Universidad extranjera de renombre. No hay más que darse una vuelta por LinkedIn para ver el nivel de los curriculum.
Este verano ha habido un rebrote de titulitis. Y ahí, claro, se destapó la picaresca nacional. Los currículum vitae de los políticos han sido utilizados como arma arrojadiza. Se descubrió que algunos hasta los falsificaban. Otros daban categoría de altos estudios a un par de conferencias de un presunto experto. Los había que recurrían a eufemismos como «estudios de Ciencias Políticas», cuando en realidad no habían pasado de primero. O quien daba categoría de máster a un curso de una universidad de verano cuando no a un cursillo de una escuela de verano de esas que fomentan todos los partidos para confraternizar.
Que en nuestra vida pública hay un nivel de educación más bien bajo lo sabíamos todos. De ahí que nos llamen la atención curriculum como los de Javier Solana, José María Maravall, Josep Borrell, Soledad Becerril o José María Michavila, por citar a algunos que ya no están en activo. Y de ahí que nos quedemos con la boca abierta cada vez que Sánchez abre la boca en inglés.
Un currículum vitae plagado de títulos académicos no garantiza que se sea un buen político. Pero, si no son falsos, ayudan. Por diversas vicisitudes, he tenido que revisar muchos curriculum durante mi vida laboral. Y he aprendido que para ser periodista no hace falta tener un grado en Ciencias de la Información, como para ser político no hace falta tener la carrera de Ciencias Políticas. Que los académicamente brillantes no son necesariamente los mejores profesionales. Y que es mucho mejor tener un curriculum raquítico que uno falso.
Lo que resulta vergonzante es que a estas alturas, con la policía moral que son las redes al acecho, se siga mintiendo en los currículum. Y más bochornoso aún es que lo hagan nuestros políticos. Si mienten en sus méritos académicos, cómo no van a mentir en sus promesas electorales o en el ejercicio de sus cargos públicos.
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