‘Mad men’ (ahora disponible en Lionsgate+) fue, recordemos, una serie ambientada en los años 60, en el crepúsculo de la administración Eisenhower. Pero sus temas son actuales, o mejor dicho, eternos. Está la identidad, cómo nos reinventamos y tratamos de reescribir nuestra historia: Dick Whitman (Jon Hamm) roba el nombre a un teniente caído en Corea para renacer como Don Draper, director creativo de una agencia publicitaria de Madison Avenue. Y está el precio de la ambición, de quererlo todo, que suelen pagarlo no esos hombres desatados sino las mujeres que los rodean.
Ellas acabaron siendo, más pronto que tarde, tan importantes como ellos. Ya en la segunda temporada, el creador Matthew Weiner puso claramente el foco en Betty Draper (January Jones), sufrida esposa de Don; Joan Holloway (Christina Hendricks), jefa de secretarias de Sterling Cooper, y Peggy (Elisabeth Moss), la secretaria convertida en ‘copywriter’, confesora y mano derecha de nuestro antihéroe autodestructivo. En el episodio final de la serie (‘Conversaciones telefónicas’) quiso explorar el final del camino de Draper, pero también decir adiós con cariño a esas tres mujeres. La primera se empieza a despedir de la vida por un cáncer de pulmón; su conversación con Don, en la que sobran las palabras (pero no el apodo ‘Birdie’), encoge el corazón. La segunda se decide a montar su propia empresa de producción y quiere que la tercera sea su socia; ambas han de lidiar con la poco efusiva reacción de sus hombres favoritos.
Aquellas historias acababan con cierta claridad, pero no tanto la de Don. Preguntado sobre si sentía que debía darle a cada personaje un momento final, Weiner declaró en ‘The New York Times’: «No siento que le deba nada a nadie». Y añadió: «Todo lo que puedo decirle es que estamos contando una historia y esta es la conclusión natural de la historia«. Desde, quizá, ‘Los Soprano’ (en la que Weiner fue productor) no se había visto un final tan ambiguo e idóneo para crear discusiones.
Iluminado
En mitad de una de sus escapadas a ninguna parte, Don se reunía con Stephanie (Caity Lotz), sobrina de Anna Draper (Melinda Page Hamilton), esposa del verdadero Draper, y la acababa acompañando a un retiro espiritual en la costa californiana. Al sentirse juzgada por haber dejado a su hijo a cargo de sus abuelos, ella abandona el lugar y deja a un reticente Don a solas con la psicotecnia, lectores nudistas como Daniel (el siempre hilarante Brett Gelman) o, tampoco todo podía ser malo, la encantadora recepcionista Cecily (Anna Osceola, futura esposa de Hamm).
Y en esa soledad abraza el protagonista una catarsis que venía fraguándose desde hace temporada y media, cuando su hija Sally (Kiernan Shipka) lo descubrió en un momento bajo como ‘womanizer’. Desde su cárcel hippie, Don utiliza su única llamada para hablar con Peggy. «No soy el hombre que crees que soy», dice como resumiendo en ocho palabras toda ‘Mad men’. Poco después sigue: «Rompí todas mis promesas. He escandalizado a mi hija. Adopté el nombre de otro… para nada. Solo te llamaba porque… me he dado cuenta de que no me despedí de ti». Ella se asusta, como todos los que han visto esa caída al vacío de un hombre en la apertura de la serie. «Creo que no deberías estar solo ahora mismo», le contesta.
Optimismo contra cinismo
Que la relación de Peggy y Don (primero de mentor y protegida, luego algo de mayor riqueza y delicadeza de matiz) es la más significativa de ‘Mad men’ está fuera de discusión. Más debate han generado los momentos finales de la serie. Durante un rato de meditación, Don acaba luciendo la sonrisa más satisfecha y, según se nos parece querer sugerir, teniendo la idea del famoso anuncio de Coca-Cola de 1971 en que jóvenes de diversas razas y nacionalidades se subían a lo alto de una colina para lanzar un mensaje de paz. Pocos días después de la emisión, Weiner aprovechaba una charla con la escritora A. M. Homes en la Biblioteca Pública de Nueva York para confirmar (en cierto modo, sin ser del todo explícito) que quería hacer esa apuesta arriesgada: «La idea de que un estado iluminado podría haber creado algo que es muy puro».
Pero prevalece una lectura más cínica, aquella que quiere negar la positividad del final: en realidad Don solo estaba imaginando un modo de colar la Coca-Cola a los hippies del mundo. ¿Entonces no significaba nada la llamada a Peggy? ¿Ni ese posterior abrazo a un extraño en el que Don reconoce su propio drama? Demos a los hombres desatados la oportunidad de cambiar su vida.
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