El verano llegaba para Miguel Ángel Peña Lorente nada más concluir las clases. El presidente de la Hermandad de Labradores, Paso Azul, y maestro de Educación Primaria, emprendía viaje hasta Calabardina, en Águilas, de donde no regresaba hasta mediados de septiembre.
“Nuestro ‘Verano Azul’, mejor color no puede haber, duraba tres meses. El 15 de junio ya estábamos en la casa familiar a cargo de mi abuela Pepa y de mi tía Rosi, las dos viudas, mientras llegaban las vacaciones de mis padres, y no volvíamos a Lorca hasta el 15 de septiembre. Mi ‘Verano Azul’ es el de mi infancia, en bañador, con mi bici, tirándome del embarcadero al agua y pescando con mi abuelo”, recuerda.
Como entonces, asegura, su uniforme de verano sigue siendo el bañador. “Lo que más me ha gustado siempre de Calabardina es que puedes ir como te dé la gana. Asalvajado. Sin etiquetas. Con el bañador y hasta sin camiseta. Y así sigo disfrutando del verano”.
En aquellos años de su niñez, relata, en la playa de Calabardina no se daban cita muchos veraneantes. “La playa no es muy grande y acudíamos unas 400 personas a bañarnos. Ahora, no sé cuántos podemos ser, pero hay miles. A veces cuesta buscar un hueco para la sombrilla, aunque yo suelo bajar únicamente a bañarme y me subo a mi casa de inmediato”.
No ocurría eso cuando era pequeño. “Todavía, cuando lo cuento, me sonrojo. No hemos sido mucho de madrugar, por lo que bajábamos a la playa bien entrado el mediodía. Claro, a esa hora, era muy difícil ‘plantar’ la sombrilla. Pero ahí llegaba mi madre, ‘la Sole’, arrasando y me decía: ‘Miguel Ángel, pon la sombrilla’ aquí. Y no te creas que era junto al muro. Para nada, en primera línea de playa, delante de los que la habían puesto a las 8 de la mañana. Más de uno comenzaba a quejarse, pero ella, se hacía la sorda más de lo que estaba y yo me escondía avergonzado”, reseña.
Las duchas, como antaño, continúan en la calle. Y junto a ellas, todo lo necesario para la vuelta de la playa. “Las toallas, el champú, el gel… y, ahora, la mascarilla para el pelo de las crías. Nada ha cambiado. Y el embarcadero continúa siendo la atracción turística del verano. De pequeño nos encantaba ir y tirarnos desde lo más alto al agua, como hacen ahora mis hijas, Pepa y Lola, que están rememorando aquellos veranos de mi niñez”, refiere.
Las andanzas de Miguel Ángel y sus amigos los llevaban al Puntal de Calabardina. “Precisamente la foto que ilustra este reportaje es de una de aquellas tardes memorables en que nos íbamos a las rocas del Puntal. Desde allí nos tirábamos al agua. Lo que más me ha gustado siempre es cuando vas llegando a Calabardina y desde la Playa de la Cola se ve el Cabezo de Cope, con forma de dragón. Algunas de nuestras excursiones eran hasta lo más alto, al punto geodésico”, narra.
Reconoce que no ha sido un niño travieso, aunque ha hecho alguna que otra trastada. “Poca cosa. Alguna noche tirábamos ‘piolas’ [petardos] y poníamos en guerra al vecindario. Y, bueno, esto no sé si debiera decirlo… Era casi una tradición llevarnos al final del verano la Bandera Azul. Un ‘trofeo de guerra’ que habrá en más de un trastero o garaje. Entonces, llevaba el año impreso, lo que la llevaba a ser más preciada sí cabe. Ahora sería imposible, porque ya ni recuerdo cuándo Calabardina consiguió la última Bandera Azul”.
El embarcadero también le trae a la memoria gratos momentos junto a su abuelo Juan. “Murió joven, pero guardo muy buenos recuerdos de las jornadas de pesca que compartía con él. Fue ujier del Ayuntamiento de Águilas. La pesca suponía un auténtico ritual. Preparaba la masilla con harina, aceite y moya de pescado. Y preparábamos el hilo, el anzuelo, el corcho… Las cañas eran caseras. Creo que aún guardamos alguna por ahí. Esas tardes de pesca las rememoro ahora con mis hijas Pepa y Lola”.
El verano era muy familiar. “La ‘Casa Azul’ siempre estaba repleta de gente. Mis abuelos maternos, Pepa y Juan, y los paternos, de Águilas, Miguel y Rosa, que, si no venían, íbamos a verlos. Mi tía Rosi, algún amigo que siempre se sumaba, y el vecindario. Como comíamos en el patio y estaba pegado a los de los vecinos, pues por la valla nos pasábamos la comida. Que te había salido bien el arroz, pues lo compartías, que había guiso y le apetecía al de al lado, pues le pasabas un ‘platico’. Era todo muy familiar. Y, por supuesto, no podía faltar una tradición que todavía llevamos a rajatabla. Comíamos migas a 40 grados en el patio de nuestra ‘Casa Azul’ con los vecinos. Una locura, pero bendita locura. Y en la festividad de la Virgen de las Huertas, ‘Olla fresca’. No te quiero ni contar cómo terminábamos”, relata.
En la cocina, con la presencia de su tía y su abuela, no faltaban los guisos. “Siempre había un plato de cuchara, aunque hiciera calor. Recuerdo las aletrías con bacalao, pimiento y huevo. Y la primera comida del verano siempre era y es pisto con pan tostado y huevos fritos. Y no faltaban los ‘homenajes’ con gambas, navajas, almejas… que comprábamos en Águilas. Tradiciones que mantenemos y que compartimos con las nuevas generaciones”.
Se bañaban en la playa y en las calas a las que acudían a bordo de sus bicicletas, aunque de cuando en cuando hacían incursiones en una piscina cercana. “Nos colábamos en la urbanización la Alcazaba que tenía dos piscinas con mentiras, diciendo que éramos amigos de un vecino, pero el guardia de seguridad nos pillaba y nos echaba. Y a los pocos días volvíamos otra vez”. Una piscina, la del camping de Los Geranios, estuvo a punto de darles un buen susto. “Fuimos con la familia y mi hermano se tiró al agua y comenzó a ahogarse. Me tiré para salvarle y casi me ahoga él a mí”.
Entre los vecinos ilustres de Calabardina recuerda al actor Paco Rabal. “Quién no lo conocía… Y su casa, ‘Milana Bonita’. Era un vecino más. Muy cerca también veraneaba Miguel Navarro, que fue alcalde de Lorca. Hacían una buena pareja. Las tertulias en su patio podían durar hasta bien entrada la madrugada. Y a espaldas de nuestra casa familiar, Santi Parra, concejal de Turismo de Lorca, aunque ahora viene menos. Pasa más tiempo en Purias. Y en aquellos veranos de mi infancia estaban mis amigos, José María Gallego, David, Salva, Javi, el otro Javi… Sergio que venía algún día. Eran los nombres de mis veranos de la infancia, pero todavía con algunos sigo compartiendo jornadas veraniegas”.
Como hacían con él, ahora también procura que sus hijas no descuiden lo estudiado durante el curso. “Quién no recuerda los cuadernos Rubio o ‘Vacaciones Santillana’. Mi abuela y mi tía nos ponían cada mañana a trabajar en ellos antes de ir a la playa. Y de obligado cumplimiento era la siesta. De cuatro a seis de la tarde no se podía hacer ruido ni salir a la calle. Y no te digo de molestar durante la novela. Era sagrada. Entonces, los niños jugábamos en la calle al fútbol. No había prácticamente coches. Y nos daban las cuatro de la mañana jugando al parchís en la calle, debajo de una farola. Y cuando se apagaba, seguíamos con una linterna. Más de una noche algún vecino nos ha pegado un grito para que dejáramos de hacer ruido con el cubilete y el dado”, ríe.
Este mediodía tocaba comida familiar. “Arroz con conejo y caracoles, otro clásico del que disfrutaremos todos, mis padres, mi hermano, su mujer, sus hijos, mis hijas, mi mujer, yo… y quien aparezca por allí, porque siempre hay comida de sobra por si alguien se suma o por si algún vecino le llega el aroma y se le antoja”, concluye.