Sentada frente a su máquina de coser, Ruth Nakiguli recoge hilo, coloca y une colores y geometría dando forma a un nuevo diseño. Durante un tiempo el sueño artístico de crear de esta manera se mantuvo latente por las dificultades familiares que atravesaba en su Uganda natal.
«Cuando tenía nueve años era normal ver a las mujeres coser fuera de sus casas, y cuando volvía del colegio iba recogiendo los retales que dejaban en las calles. Con esos pedacitos hacía los vestidos a mis muñecas», recuerda con cierta nostalgia, pero agradeciendo no haber hecho caso a la férrea oposición de un padre que consideraba que dedicarse al mundo creativo era «perder el tiempo».
Tras estudiar Diseño de Moda y ganarse la vida como profesora, aquel juego inocente se convirtió dos décadas después en su profesión; y todavía más, a la puntilla con la que comenzar una nueva etapa en una isla a la que -recordando a modo de anécdota-, ni siquiera ubicaba en el mapa. «Fue a través de mi pareja, canario, que la conocí. Él no solo me animó a emprender mi negocio, sino que me ayudó regalándome mi primera máquina de coser».
Poco antes de la pandemia aterrizaron juntos en Gran Canaria. Como muchos, pero ella con la habilidad que sus estudios le proporcionaba, empezó a crear originales, y sobre todo, necesarias cubre bocas durante los meses del confinamiento. Gracias a eso, y a las ferias de artesanía de la Fedac retomadas tras la pandemia, la idea de su negocio tomó forma.
«En enero del año pasado acabamos la feria de San Telmo y nos fue muy bien. A los pocos meses encontramos este local, lo reformamos y empecé a coser los primeros diseños».
«Mis ojos encuentran la tela»
En su proceso creativo, las telas llegan después del diseño. «A veces, como le pasa a los escritores, me despierto de madrugada con una idea y la tengo que dibujar. Después, mis ojos tienen que encontrar la tela adecuada para hacer que el color se adapte a él», explica Ruth.
Esas telas llegan de Nigeria, Ghana y Costa de Marfil, pero hacen un largo camino. «Las envío a Francia, y desde allí hasta Canarias. De esa manera, aunque no lo parezca, me sale más rentable».
Estar ubicada en la zona comercial de Triana ha sido para ella, no solo un reto, sino una oportunidad. «Puede parecer que la clientela de esta zona busca ropa de otro tipo, pero no, vienen porque les atrae, precisamente, el color y el diseño africano. Hay un cliente, por ejemplo, que después de llevarse una camisa, volvió a por más porque por primera vez sentía que llamaba la atención de los demás».
Clientes que, según resalta, son en su mayoría canarios, seguidos de la propia población africana residente en la Isla.
Las prendas fusionan el estilo europeo y asiático con el estampado y las telas africanas, adaptándose al gusto y a la tendencia, pero con precios que pretenden llegar a todo el mundo. «Dependiendo del diseño y de la tela que tengamos en tienda los costos suelen ir de 45 a 70 euros. Si el cliente quiere algo más específico, puede subir».
«Aún hay muchos prejuicios»
A pesar de la clientela que ha ido adquiriendo, Ruth no deja de hacer pedagogía. «Mucha gente entra y se sorprende. Hay de todo, muchas veces me preguntan si llegué en patera y cómo es que puedo pagar el alquiler en esta zona tan cara. Hay quien todavía cree que los africanos no podemos hacer cosas así, hay muchos prejuicios».
En ella aflora el acento canario con toda la naturalidad. «Me gusta mucho el clima y la gente». Lo único que extraña es la lluvia. «En Uganda llueve mucho y, a veces para poder dormir me tengo que poner ese sonido».
Wakabi, el nombre que eligió para su tienda significa en su lengua natal ‘lo mejor’, algo que parecía presagio de lo que estaba por venir. Dos décadas después, aquella niña que soñaba y creaba con retales, lo sigue haciendo hoy con bocetos profesionales, a golpe de ilusión y de pespuntes.
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