Johan Cruyff, Pep Guardiola, la España del tiki-taka, el Barça del sextete… Cuando se habla de jugar bien al fútbol, son los nombres que se recitan como un salmo. Esos entrenadores que hicieron del pase corto y la posesión un arte elevado. Sin embargo, este juego no se gana con palabras bonitas ni con versos modernistas. En el fútbol lo que cuenta, como en la vida, es sobrevivir. Y en ese terreno, el capitán de la resistencia es José Bordalás.
Su estilo, apodado ‘La Bordaleta’, representa lo que muchos puristas detestan: pérdidas de tiempo, presión alta al límite del reglamento, repliegues compactos y un culto feroz al esfuerzo. No es una sinfonía de toques; es ruido, sudor, barro. Pero también es eficacia, convicción y resultado. Si el fútbol fuera una ópera, Bordalás dirigiría un grupo de piratas desafiando al sistema. O, como cantaba Joaquín Sabina, sería ese ‘pirata cojo, con pata de palo, con parche en el ojo, con cara de malo’.
Y es que Bordalás lleva tres décadas navegando en mares bravos. Desde que debutó en los banquillos en 1993 con el filial del Alicante CF, su carrera ha sido una travesía de ascensos improbables y gestas silenciosas. Ascendió al Muchavista a Primera Regional, al Alicante CF lo llevó desde Regional Preferente hasta Segunda B y lo clasificó para la Copa del Rey. Pasó por Benidorm, Eldense, Novelda o Alcoyano, con quienes rozó el ascenso a Segunda en 2009 con un presupuesto modesto. En 2010, rozó la gloria con el Elche CF: dejó al equipo a un gol de subir a Primera ante el Granada. Pero no hubo premio. Aun así, siguió remando.
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Si a cualquier entrenador de barro le diesen a elegir de entre todas las trayectorias posibles, seguramente escogería la de Bordalás. Como sigue la canción: ‘De entre todas las vidas, yo escojo la del pirata cojo… con parche en el ojo’. Una vida que no promete lujos, pero sí batalla.
Cuando recaló en el Getafe en 2016, el equipo madrileño era 21º en Segunda. Terminó tercero y lo ascendió en el play-off. En Primera, fue 8º, luego 5º, luego 8º de nuevo. En 2021 dejó el club como ídolo. Pero había más travesía. Peter Lim lo llamó para rescatar a un Valencia en llamas. Y allí, sin apenas margen, lo llevó a una final de Copa y lo dejó 9º en Liga. Fue despedido (cómo no) con la frialdad de quien no entiende que los milagros no se improvisan.
A su vuelta al Getafe en 2023, cogió al equipo en puestos de descenso, con siete jornadas por jugarse. Salvación in extremis ante el Real Valladolid. Renovación automática. En la casa azulona le bastan siete partidos para volver a convertirse en capitán de su viejo barco.
Si a Bordalás le dieran a elegir entre todas las vidas posibles, no querría ser pintor en Montparnasse, ni fotógrafo en Playboy, ni tenor en Rigoletto. Porque no nació para cruceros de lujo, sino para navegar tormentas. No dirige orquestas de talento, sino cuadrillas de valientes.
Cada temporada, su Getafe desafía las expectativas, molesta a los grandes y revienta la narrativa. En un fútbol escrito por los de siempre, Bordalás representa al entrenador que trabaja en silencio, que no seduce con florituras, pero deja huella. Ha convertido plantillas de retales en ejércitos dispuestos a morir en la presión, a pelear cada saque de banda como si fuera un penalti.
Su propuesta podrá no estar en los manuales de estilo de los románticos del balón. Pero es suya, honesta, y efectiva. Como el pirata de Sabina, se sabe distinto y lo celebra: ‘Con un par de tibias y una calavera por bandera’.
En definitiva, el juego de Bordalás podrá no gustar a todos los paladares, pero su legado es innegable. Porque al final, en el fútbol como en la vida, no gana el que mejor canta, sino el que se mantiene en pie hasta el último acorde. Y eso, José Bordalás lo ha convertido en arte.