Desde su creación en 1987, la Unidad Central Operativa de la Guardia Civil (UCO) –una de las unidades más eficaces y respetadas de España en la lucha contra el crimen organizado y la corrupción– ha pasado de ser una gran desconocida para la opinión pública a desempeñar un papel esencial en la investigación de delitos complejos, actuando como policía judicial con una independencia operativa reconocida.
En las últimas décadas, España ha consolidado un modelo de seguridad basado en cuerpos policiales profesionalizados y sometidos al control judicial. La UCO encarna esa tradición: técnica, neutral y rigurosa. Interferir en su labor no solo socava la ley, sino que compromete la neutralidad del Estado.
Recientes indicios apuntan a intentos de intromisión en su actividad, especialmente en investigaciones que afectan al entorno directo del primer ministro.
Fuentes judiciales y sindicales han desvelado presiones ejercidas desde mandos dependientes de la dirección general del Instituto Armado. Entre las prácticas señaladas figuran intentos de apartar a responsables mediante ascensos o traslados forzosos.
En el punto de mira, la UCO no ceja / .
Un caso ilustrativo es la negativa del Gobierno a colaborar con solicitudes formales de información en causas penales bajo instrucción judicial. En este caso, atender una solicitud de la UCO para conocer las visitas recibidas en prisión por un ex alto cargo del partido gobernante. La petición, limitada a la identificación de visitantes y fechas, no pretendía acceder al contenido de las conversaciones.
En lugar de responder institucionalmente, se filtró la solicitud a la prensa y se denegó oficialmente. Esos encuentros podían ser relevantes en una instrucción en la que indicios «nutridos y poderosos» apuntan al encausado como presunto coordinador de una trama que habría repartido, de forma encubierta, «cantidades portentosas e injustificadas de dinero».
Sectores jurídicos interpretan esta negativa como una forma de obstrucción soterrada a la justicia. Conocer quién visita a un investigado no colisiona con derecho fundamental alguno. En otras democracias consolidadas –como Francia o Alemania– este tipo de colaboración entre fuerzas de seguridad y autoridades penitenciarias es posible bajo control judicial.
Más allá del caso concreto, la cuestión de fondo es: ¿puede el Ejecutivo interferir, directa o indirectamente, en una unidad policial que actúa bajo autoridad judicial? ¿Qué ocurre cuando quien debe garantizar la legalidad se convierte en obstáculo para su aplicación?
Las respuestas remiten a los pilares del Estado democrático: la separación de poderes e independencia judicial. Su debilitamiento es síntoma de erosión institucional.
En este contexto, ha generado inquietud, dentro y fuera de nuestras fronteras, una decisión del Ejecutivo: adjudicar a Huawei –empresa tecnológica vinculada al Partido Comunista Chino y señalada como herramienta de injerencia exterior– el almacenamiento de escuchas telefónicas obtenidas por la UCO, otros cuerpos policiales y el CNI, todas ellas bajo autorización judicial; grabaciones que contienen datos especialmente sensibles sobre terrorismo, crimen organizado y corrupción política.
La pregunta es inevitable ¿quién mueve esos hilos? Porque ceder una herramienta crítica del Estado de Derecho a una empresa sospechosa de espionaje internacional no solo expone a las instituciones a interferencias internas, sino que abre la puerta a vulnerabilidades externas de consecuencias imprevisibles.
La disolución del OCON-Sur –unidad de élite– tras sus éxitos contra el narcotráfico en el Estrecho, apunta a un patrón que trasciende la descoordinación.
La Constitución encomienda a la Guardia Civil la protección de los derechos y libertades de los ciudadanos y la garantía de la seguridad pública. La Benemérita ha cumplido esa misión con cercanía, eficacia y sacrificio.
Reivindicar ese legado es reafirmar la memoria del Estado frente a quienes intentan doblegarlo. Y, sin embargo, un Gobierno necesitado de apoyos existenciales ha concedido, al calor de la penumbra, el tercer grado penitenciario.
La última polémica ha devuelto al centro del debate la integridad del Estado de Derecho y la separación de poderes en la democracia española ante una encrucijada silenciosa.
Usar el aparato del Estado como mecanismo de autoprotección política no es nuevo, pero resulta especialmente peligroso cuando se banaliza. De la respuesta que demos –jueces fiscales, medios y ciudadanos– dependerá que sigamos siendo un Estado de Derecho pleno.
Porque llega un tiempo en que el silencio es mentira. Y también lo es la tibieza (Albert Camus).