Cuando murió Franco yo tenía 27 años y era docente de Teoría del Estado en la Universidad de Barcelona, a punto ya de concluir la tesis doctoral. Mi opinión del régimen franquista, cuyas instituciones políticas explicaba a los estudiantes de la Facultad de Ciencias Económicas, era completamente negativa, y todavía lo sigue siendo. No he cambiado, pues, de parecer en el medio siglo posterior, un período repleto de incesantes lecturas al respecto. En cambio, mi opinión acerca de la II República ha empeorado considerablemente. El sectarismo cerril de la izquierda burguesa –empezando por Manuel Azaña, un político hoy injustamente mitificado y glorificado– hizo imposible la integración republicana de los conservadores no monárquicos. Por su parte, el anarquismo, absolutamente intratable, minó de continuo a la República con su destructividad vocacional sin componendas. A su vez, catalanistas y socialistas, cada uno a su manera, traicionaron al régimen republicano, surgido con tanta ilusión modernizadora. En suma, y siento decirlo, el franquismo fue el cruel castigo de la impotencia española para la convivencia civil en un sistema democrático.
El reciente libro de Nicolás Sesma sobre la dictadura franquista («Ni una, ni grande, ni libre». Editorial Crítica) permite hacer un balance del período histórico 1939-1977 de la mano de alguien nacido después de la muerte de Franco. Sesma, profesor de Historia de España en la Universidad de Grenoble Alpes, ha realizado, a mi juicio, un trabajo sumamente riguroso, con un dominio abrumador de las fuentes, pero a la vez extraordinariamente ameno. Ahora bien, lo primero es destacar su honradez. El título de la obra presagia una visión hostil –que, en efecto, se confirma– de la época estudiada, pero el resultado es de gran objetividad, se compartan o no sus conclusiones.
1) El régimen de Francisco Franco descansaba, como es bien sabido, sobre la Falange y el Ejército. FET de las JONS (luego el Movimiento Nacional) se encargó, de principio a fin, del control político y movilizador (ocasionalmente violento) de la población. A juicio de Sesma, ninguna otra institución ha disfrutado en la historia contemporánea española –ni siquiera la Iglesia a través de su tupida red parroquial y de la Acción Católica– de un poder equivalente durante un período de tiempo tan prolongado. Ello no obstante, la Falange de Franco, ambos mutuamente leales hasta el final, nunca traspasó un espacio de mando perfectamente acotado: el Gobierno y las instituciones normativas siempre mantuvieron la primacía sobre las «estructuras paralelas» dependientes del partido único.
2) En cuanto a las Fuerzas Armadas, la especial fidelidad a Franco se focalizaba en los jóvenes oficiales veteranos de la guerra civil, instalados en los rangos intermedios y rápidamente promocionados. A pesar de lo cual, escribe Sesma, en las publicaciones castrenses de la etapa desarrollista del régimen era muy habitual referirse a las FFAA como uno de los grandes sacrificados de la política económica. Según datos del Banco Mundial de 1973, el porcentaje del PIB destinado a los Ejércitos era inferior al de toda Europa occidental, excepto Dinamarca y Luxemburgo. Lo que viene a desmentir la percepción de la época franquista como una edad de oro del Ejército español. Se trataba en realidad, en expresión célebre, de un «gigante descalzo».
3) Por lo que se refiere a la inteligencia política de Franco, este, según Nicolás Sesma, demostró su capacidad para hacer una lectura adecuada de los escenarios que le vinieron impuestos tanto por las circunstancias como por sus propios errores iniciales. Frente a lo que luego difundió insistentemente la propaganda de la dictadura (empezando por Ramón Serrano Suñer en su conocido libro apologético «Entre Hendaya y Gibraltar», de 1945), Franco, sin presión alguna de las potencias del Eje y con la total reticencia de Hitler, adoptó la decisión de hacer entrar a España en la Segunda Guerra Mundial. Solo una vez que comprobó la magnitud de la catástrofe italiana fue consciente de lo cerca que había estado del abismo. Y aprendió la lección. Desde entonces estuvo mucho más dispuesto a escuchar a sus diplomáticos, a sus generales y a sus ministros. Además, a partir de los años más críticos del régimen (1943-1947) pudo estar seguro de que los integrantes de su clase dirigente «trabajaban en su dirección».
Justamente la confianza de Franco en su personal político es, para Sesma, una de las claves explicativas de las trascendentales medidas adoptadas con posterioridad: la aceptación incruenta de la independencia de Marruecos, el abandono de la autarquía económica y la aprobación del desarrollismo de los tecnócratas, fuente de una nueva legitimidad para el régimen, etc. Y a continuación viene una afirmación sorprendente del profesor Sesma: «El hecho de que el monopolio de la decisión última, así como la propia esencia del sistema político, residieran en Franco se encuentra fuera de toda discusión. Sin embargo, tampoco resulta posible comprender su funcionamiento y longevidad sin tener en cuenta todo ese universo de colaboradores e instrumentos institucionales, capaces de actuar más allá de lo que el propio Caudillo ordenara o estuviera en condiciones de valorar como relevante para su mantenimiento en el poder. Desde fecha muy temprana y considerado en su conjunto, el régimen franquista no fue la dictadura de una sola persona». Aquí es necesario discrepar. La propia Ley Orgánica del Estado de 1 de enero de 1967, supuesta «Constitución» del régimen al decir de sus panegiristas, establecía que «El Jefe del Estado es el representante supremo de la Nación; personifica la soberanía nacional; ejerce el poder supremo político y administrativo»…, etc. (art. 6). Y añadía en una disposición transitoria que las atribuciones normativas (ordinarias y constituyentes) concedidas al Jefe del Estado en 1938 y 1939 seguirían rigiendo con carácter vitalicio. ¿No es esto una dictadura personal? Que un «Kronjurist» de la época calificara el entramado institucional del franquismo de «monarquía polisinodial» equivalía a confundir al monarca del Antiguo Régimen con el moderno dictador carismático. Lo que Francisco Franco fue sin ningún género de dudas.
La llamada «institucionalización» del régimen, un mero disfraz nominalista, nunca desembocó, por tanto, en un Estado de Derecho, ni el sedicente aparato constitucional que el franquismo legó a su sucesor resultaba mínimamente homologable con las democracias occidentales.
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