Un repartidor camina por una delas calles sin asfaltar en el barrio del Cura, en el entorno del Cementerio de Alicante. / HÉCTOR FUENTES
El Ayuntamiento de Alicante, presidido por Luis Barcala y apoyado por VOX, lleva tiempo proyectando una imagen de ciudad moderna, eficiente y vibrante. Una ciudad de eventos turísticos. Una ciudad que parece aspirar a convertirse en plató permanente de sí misma. Pero como toda escenografía, también la de esta ciudad tiene traseras oscuras, zonas escondidas y comunidades que no caben en el relato oficial. Porque Alicante no es solo la Explanada, el castillo de Santa Bárbara o las playas. También es, aunque no se quiera, el barrio del Cementerio.
Llamarlo así ya anticipa su condena simbólica al olvido. No es el único barrio ignorado, pero sí uno de los que mejor representa esa política municipal de maquillaje y cartón piedra, o corcho blanco, en la política de escaparate. Un barrio marcado por décadas de abandono institucional, con graves carencias de accesibilidad, de acceso a vivienda digna, transporte, zonas verdes, espacios comunitarios y otros servicios públicos básicos. Y sin embargo, a pesar de ser un territorio sistemáticamente ignorado, apenas es mencionado. Como si la pobreza se evaporase por el simple hecho de no nombrarla.
Desde los despachos municipales se les cataloga de «barrios vulnerables», como si la vulnerabilidad fuese una condición inherente a sus habitantes, una especie de característica natural o una consecuencia de sus elecciones personales. Es un eufemismo cínico que disfraza una verdad mucho más incómoda. No son barrios vulnerables, sino barrios vulnerados. Vulnerados por la inacción de las administraciones, por la ausencia sistemática de inversiones públicas, por una gestión urbana que prioriza el beneficio económico de unos pocos sobre la vida digna de muchos.
En este contexto, es obligado visibilizar una iniciativa que rompe ese ciclo de marginación y desinterés. Desde hace años, el arquitecto y activista Daniel Millor Vela, vinculado a la organización Quatorze, trabaja junto a voluntariado de distintas entidades y, sobre todo, junto a las vecinas y vecinos del barrio del Cementerio en un proyecto de regeneración comunitaria y urbana. Una intervención basada en la participación directa, el empoderamiento social y la construcción colectiva de soluciones para problemas que deberían ser resueltos desde las instituciones.
A través de la autoconstrucción y rehabilitación de viviendas, la creación de espacios comunitarios como huertos urbanos o zonas de encuentro, y la recuperación del tejido social roto por el abandono, este proyecto demuestra que hay otra forma de intervenir en los márgenes de la ciudad. Una forma que no parte de la imposición vertical sino del diálogo horizontal, que no busca el rédito político inmediato sino la transformación sostenible y la vida digna. Iniciativa que sirve de base para la Tesis Doctoral que Daniel Millor, defenderá próximamente en la Universidad de Alicante, y que en 2024 obtuviera uno de los Premios Princesa de Girona, reconociendo su impacto social real.
Lo que sí resulta sorprendente, aunque quizá no tanto, es que el Ayuntamiento de Alicante no haya hecho ni el más mínimo gesto de reconocimiento institucional a ese trabajo. Ni un comunicado, ni una mención, ni una palabra. Silencio absoluto. ¿Por qué? Porque reconocer ese proyecto implicaría reconocer también la ausencia de acción pública durante años. Porque felicitar a quien trabaja donde tú no lo haces, desvela el vacío que tú mismo generas. Y eso, en una política orientada al marketing, es impensable.
Mientras tanto, se siguen aprobando inversiones millonarias para embellecer la fachada de la ciudad, para iluminarla con leds, para pintarla de colores… pero se sigue dejando a oscuras a quienes no entran en la lógica del turismo rentable o del consumo rápido. Las prioridades son claras: primero la foto, luego -si acaso- la ciudadanía.
La política municipal debería ser, en esencia, una herramienta de redistribución, de equidad, de justicia territorial. Pero cuando se convierte en un instrumento de exclusión, en una administradora de silencios y desigualdades, pierde su sentido más profundo. No se trata de demonizar. Se trata de exigir responsabilidad pública, transparencia, compromiso ético con todos los barrios y personas. Especialmente con aquellas que no tienen voz en medios ni presencia en folletos turísticos.
El barrio del Cementerio existe. Tiene nombre, historia, problemas y también propuestas. Tiene vecinas y vecinos con dignidad y con ganas de vivir mejor. Tiene, además, una participación comunitaria activa que no es un medio para suplir la inacción de las administraciones sino de recuperar la capacidad colectiva para decidir sobre aquello que afecta a la vida cotidiana. Es, en definitiva, un acto profundamente político que dignifica, cohesiona y transforma. Se trata de que la ciudadanía interpele a las administraciones, las complemente y las obligue a actuar. Lo que el barrio no tiene -al menos de momento- es la atención pública que merece. Y esa ausencia es tan política como cualquier decreto o presupuesto.
Ha llegado el momento de que se pase de construir decorados a construir ciudadanía, viva esta donde viva.