El verano es el tiempo de las grandes lecturas, aun cuando sean obras breves, de tono casi infantil. Como la fabulosa
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del nobel noruego Jon Fosse, de la cual podría decirse que es una colección de relatos evangélicos, aunque faltos del Evangelio. O, quizás, una historia cristiana desprovista de dogma, centrada en un puñado de vidas aparentemente insignificantes. Lo que Fosse describe con voz llena de repeticiones y lagunas, es el misterio de la carne sometido al amor, la pobreza, el dolor y la espera.
No hablamos de una pobreza económica, ni tampoco sociológica o cultural, sino de la indigencia de los olvidados. Sus protagonistas, Asle y Alida, son dos de los personajes más despojados de la literatura universal. Recuerdan a los atormentados de Dostoyevski y a los mendigos que aparecen en la obra de Eugen Vodolazkin (¡qué gran novela contemporánea
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, por cierto!). Lo que Fosse nos muestra en Asle y Alida es el ejercicio permanente de la fidelidad contra toda esperanza. El mundo los rechaza –quizás por algún motivo, como intuimos según va avanzando el relato–, los expulsa, los priva del pan y el cobijo. El mal desciende sobre la historia, como la niebla cubre el tiempo. No hay figuras inocentes, es cierto, pero los protagonistas se atreven a amar. Y ese amor vulnerable y torpe, muchas veces ingenuo, no puede ser expulsado de la realidad. Permanece como una acusación o, si se prefiere, como un ancla de salvación. Hay, se diría, una belleza que nos redime. Esta es la creencia fundamental de los grandes libros. Y también una forma de consuelo para el lector.
Convertido al catolicismo, se ha querido ver en la obra del nobel noruego un reflejo de su fe. Los símbolos que se entretejen en sus novelas así lo sugieren, pero sólo si aceptamos su juego postmoderno. En Trilogía, Fosse se asoma al establo de Belén, aunque no tanto desde su credo sino desde la experiencia –brutal si se quiere– de la encarnación. Un niño nace en cualquier lugar: llega la vida, la muerte, el silencio y, sin embargo, no se ofrece un juicio inmediato. La moral pasa a un segundo plano ante el fulgor de la presencia. Alguien está ahí contemplando, alguien que no sabemos quién es y que podríamos ser nosotros mismos o el narrador o tal vez alguien distinto. Este observador nos acompaña a lo largo del libro y nos sondea sin palabras. Tú también eres esto, viene a decir. Tú también te encuentras aquí en medio, entre estas páginas.
En Fosse, el lenguaje recupera una extraña inocencia. Sólo podemos intuir el original noruego –escrito en su variante nynorsk, tan arcaizante en su sonoridad bíblica y rural, tan apegada a la tierra– como una especie de despojamiento del lenguaje, como la búsqueda de un silencio previo a la palabra –también a sus categorías morales–. Es como si su voz surgiera de un fondo anterior al pensamiento o como si el mismo texto se recordara a sí mismo.
Trilogía es un libro único, incluso más que su monumental Septología. ¿A qué tradición pertenece? No lo sabemos. Sólo que ilumina algo muy antiguo y muy verdadero: la propia condición humana. Leer a Fosse tiene mucho de milagroso.
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