Ilia Topuria
La convivencia del ser humano con la violencia es ambigua. El pixelado de un vídeo en Gaza es una invitación sucinta a su observación. Detrás de la censura siempre está el morbo. Es una técnica humana y universal. En La muerte de Sócrates de Jacques-Louis David, la serenidad enmascara el drama de una ejecución. En el San Sebastián de Guido Reni, el protagonista, atravesado por las flechas combate el dolor con un rostro calmo. Lo físico siempre nos ha dado más miedo que su consecuencia. Por eso Ilia Topuria y la UFC resultan un desafío constante al moralismo.
Las artes marciales mixtas son una de las disciplinas con mayor exigencia física. Atletas como el imbatido español se preparan durante años en varias disciplinas. Tienen entrenadores específicos para el boxeo, el grappling o jiu-jitsu, disciplinas que el observador crítico reduce a un cúmulo de golpes que promueven la violencia televisada. Nunca se ha producido una víctima en un octógono de la UFC, competición que rescató Dana White de su entierro y que ha convertido en un producto global del que Ilia Topuria va camino de ser su mejor exponente.
Incomoda el enfrentamiento en libertad entre dos luchadores como el que tuvo lugar en el último gran evento del hispanogeorgiano, quien tardó menos de un asalto en lograr el knockout contra Charles Oliveira. Lo hace más que la consecuencia de un ataque militar. Porque Topuria le da movimiento al mártir del Barroco que se queda plasmado en un hipnótico tenebrismo de Caravaggio. Lo hace con unas reglas claras que los censores obvian. Es más fácil condenar que entender de qué se trata un deporte que es una mezcla de saberes diferentes.
Topuria enfrentó al espectador neutral al horror del hammer fist, un método de finalización consistente en dos golpes de martillo mientras el cuerpo de Oliveira caía en la lona. Duro de ver, como el accidente de Ayrton Senna o el atropello de Marco Simoncelli. Consecuencias azarosas y trágicas del deporte, que en cualquier nivel incurre en un riesgo. A diferencia de estos desenlaces, el rival de Topuria salió del octógono consciente y más tarde reconoció el valor de su contrincante para hacerle perder el orden táctico. Porque en las MMA, se piensa tanto o más que se actúa. Ahí, el hispanogeorgiano, calculador como pocos, no tiene rival.
El veto consciente que algunos sectores buscan del ‘fenómeno Topuria’ bebe de la misma naturaleza que sufrió el boxeo, un deporte que vivió su época dorada entre los 60 y los 80, con figuras como Urtain o Legrá que desaparecieron del mapa televisivo donde El Matador se ha colado gracias al impacto de su éxito. Desde determinados medios se tildó de “sucio, degradante y peligroso, porque convierte a hombres en piltrafas humanas”. Argumentos clasistas que, aunque matizados por el paso de las décadas, se vuelven a utilizar. Sobre todo, el adjetivo “barriobajero”, cuando en deportes como el fútbol se ensalza justo lo contrario. La maravilla del niño que supo salir de la favela, cuando el éxito es saber volver al lugar del que provienes.
Topuria es el embajador de la incomodidad, porque utiliza el relato marco de un deporte que, como otros de contacto, entiende la provocación como el mejor prólogo para los combates. El Matador fue el personaje que le permitió tener combates en la cumbre. Se volvió tan eficiente que incluso alguno de sus compañeros le tildó de fanfarrón o “copia de McGregor”, porque sabían que podía triturarlos. Con él no hay medias tintas. Lanzó el órdago para conseguir la nacionalidad española a Pedro Sánchez y lo logró. Subió de peso, con el riesgo que ello supone en las MMA, y volvió a ganar. Hasta supo defender un cambio de nombre que envejecería en mal en caso de derrota. Ahora es La Leyenda, asumible desde sus 17 combates sin contestación en la UFC. El KO contra Oliveira fue una derrota de los escépticos que criticaron la excesiva mediatización de un deportista que ha creado una marca personal a su alrededor. No es un profeta del dolor soportado ni el humilde triunfador.
Es el reflejo de un patriotismo de bandera que muchos enarbolan, pero que en la mayoría se queda en una pulsera. Topuria nació en Alemania, es hijo de georgianos y ha optado por representar a España, “el país que me lo ha dado todo”. Aunque su verdadera nación es él mismo, por la obligación que ha tenido siempre de autodeterminarse. Acaba de dejar atrás a compañeros de ruta como los hermanos Climent, sus preparadores de toda la vida. Ahora, La Leyenda se escribe con otros colaboradores, aunque con la misma voluntad de molestar al que ve en el enfrentamiento profesional un brutal ejercicio de violencia que esconde la voluntad por censurar la sangre. Protegiendo sus ojos, a costa de cerrar los del resto.