Antonio Machado, el poeta al que le gustaban jóvenes (y casadas)

Hay poetas que escriben para tallar el mundo; otros, para resistirlo. Antonio Machado (1875-1939) pertenecía a este segundo grupo. Fue un hombre inclinado hacia dentro, más próximo al susurro que al grito, al temblor que a la certidumbre. Su poesía, simbólica, ambigua y escurridiza elimina cualquier rescoldo narrativo para aspirar a contar lo más profundo de la experiencia humana: la emoción. En su prosa encontramos, en ocasiones, paisajes soñados circundantes con otros reales, imbuidos todos en la más sincera de las nostalgias. Melancolía por lo vivido, melancolía por lo que una vez hubo pero ya no está, pero, sobre todo, melancolía por lo amado.

Machado fue el más joven de la llamada Generación del 98. Quizá sea por ello que fue también el que amó con la más ardiente de las pasiones. Nació tal día como hoy en 1875 en Sevilla, pero su corazón fue siempre madrileño, y de ellas, claro: dos sirenas que le nublaron con su canto. La primera de ellas fue Leonor Izquierdo, a quien conoció mientras residía en Soria; la segunda, Pilar de Valderrama, eterna Guiomar de su poesía.

La musa de Campos de Castilla

En 1907, Machado se trasladó a Soria para impartir clases de francés. Buscó una pensión sencillita en la que hospedarse y puso rumbo a la que por aquel entonces era la capital de provincia más pequeña de España. Fue ahí, entre el crujido de la madera del hogar, donde vio por primera vez a Leonor Izquierdo. No le hizo falta más que una mirada para enamorarse. Él tenía 32 años. Ella 13.

La vida en Soria era tranquila. A Machado le gustaba pasear por aquellos campos de Castilla, entre San Polo y San Saturio, afición que compartía con Leonor, a la que seguía desde la distancia. Era un amor imposible, más allá de por el tema de la edad: ella era de una clase social más baja que la de él, de un nivel cultural menor y, para más inri, estaba enamorada de un chiquillo, barbero de profesión.

Celoso de este joven amor, el poeta escribió una poesía a su amada (¡Ay, si la niña que yo quiero / prefiere casarse con el mocito barbero!), dejándola, como si fuera olvidada, sobre una mesa cercana a Leonor. Esta picó en el anzuelo, y no pudo sino enamorarse ante estas bellas palabras. Sin embargo, pese al beneplácito de la madre de Leonor, la pareja no podía casarse hasta que ella alcanzase la edad legal para ello, que por aquel entonces eran los 15 años. Así, en 1909, con 15 ella y 34 él, la pareja se dio el sí quiero en la iglesia de Santa María la Mayor de Soria.

Contra todo pronóstico, y pese a las críticas y burlas de los vecinos alusivas a la diferencia de edad entre ambos, el matrimonio fue modélico. Leonor acompañaba a Machado allá por donde él fuera, en sus viajes, conferencias y clases universitarias. Precisamente, fue previo a unas vacaciones en la Bretaña francesa que Leonor sufrió una hemoptisis y tuvo que ser ingresada de urgencia. Era 1911, y los médicos se mostraban impotentes hacia aquella enfermedad desconocida que era la tuberculosis. La joven fallecería en agosto de 1912. Machado caería en una profunda depresión, de la que tardó siete años en recuperarse.

Guiomar, amada y desdeñada

Tras el fallecimiento de su esposa, Machado juró y perjuró no enamorarse nunca más, pues su único amor había de ser Leonor, pero sus versos demostraron lo contrario. En la década de los 30, el nombre de una tal Guiomar comienza a florecer en su obra, calificándola como su «gran amor». De hecho, el poeta llegó a asegurar que si conocía el amor era porque ella, su Guiomar, había llegado a su vida. Leonor, su esposa fallecida, era, simplemente, una «sombra de amor».

Jamás reveló quien era esta desconocida. Ni siquiera se lo confesó a su hermano, Manuel Machado. Guiomar era suya y solamente suya. Fue en 1981, 42 años después del fallecimiento del poeta, que Guiomar se reveló a sí misma. Su nombre era Pilar de Valderrama, hacía dos años que había muerto y dejado escritas sus memorias, publicadas de manera póstuma, a las que tituló Sí, soy Guiomar.

En ellas, Pilar explica que conoció a Machado en 1928, teniendo ella 38 años y él 53. La mujer estaba casada y tenía tres hijos, pero su marido le era infiel siempre que se le daba la oportunidad. Precisamente, tras ser conocedora del engaño de su pareja con una mujer que se había suicidado por él, Pilar acude a Segovia, buscando descanso y soledad. Pero se topa con un poeta apasionado, que se enamora de ella en el momento en el que posa sus ojos en la mujer.

No podían ser más diferentes: Pilar, cristiana convencida, de derechas y pudiente; Machado, republicano hasta la médula y romántico empedernido. Sin embargo, el amor es correspondido por la admiración que Pilar tiene por Antonio, pero le prohíbe salirse de la más austera confidencialidad: nadie podía saber del idilio, tan solo los camareros del Café Gijón, su «rincón conventual».

Trataban de verse una vez por semana. El resto de días, se mandaban cartas. Él se refería a ella como Mi diosa, Mi reina o Gloria mía. Ella las quemaba todas: no podía dejar huella de su amor, pues seguía casada con el indecente. Entonces, tras el estallido de la Guerra Civil, la pareja dejó de enviarse misivas: el marido de ella creyó prudente exiliarse a Portugal, mientras que Machado era un paria del franquismo. Para cuando ella volvió a España, hacía tiempo que el poeta se había exiliado a Francia, donde fallecería en 1939. Él le había dejado el mejor de los legados: aquellos versos dirigidos a Guiomar. Y cuando brote en mi / corazón la primavera / serás tú, vida mía, / la inspiración de mi nuevo poema.

PUBLICIDAD

Fuente