Vivimos tiempos convulsos: el mundo se sacude por la muerte de un jugador de fútbol en las carreteras de Sanabria, y mientras tanto, la vida de un palestino vale menos que un rial iraní. La gran estupefacción es que su compañero de selección, Cristiano Ronaldo, no asistió al entierro. Diogo Jota –que así se llamaba el infortunado– conducía un coche deportivo cuya velocidad punta excede con creces el límite de las autovías españolas. Nadie habló de eso, de que el infortunio, muchas veces tiene que ver con la falta de inteligencia y, sobre todo, de prudencia.
Vivimos en un mundo de futbolistas toreros, nuevos ricos en gayumbos cortos, peinados guays y tatuajes de presidiario; un mundo gobernado por influencers babos@s y estrellas de Plexiglás, con labios de silicona, que venden una imagen de éxito fácil y lujos de todo tipo. Es la historia de la Cenicienta contemporánea, la de Aladino y su lámpara mágica, la de Alí Babá y los 40 ladrones (no todos del mismo partido); un mundo de Pinochos que confunden la realidad virtual con la real y viven enfangados en la mentira; una sociedad de Caperucitas Rojas que alzan la voz solo cuando el que la caga es el enemigo; un ecosistema de Peter Panes perpetuos que se niegan a crecer y que piensan que los chinos siempre van a estar ahí para hacerles el trabajo sucio cobrando una miseria.
Un sistema –dicho democrático– donde los patitos feos siempre son los mismos y las sirenitas son monárquicas; unas organizaciones económicas, patronales y sindicales que dejan a los tres cerditos a la altura del betún; un gran traje del emperador en el que los mandatarios lanzan mensajes que no se creen ni borrachos, superando cualquier grado de hipocresía inimaginable en tiempos pasados: gobernar para el pueblo, pero sin el pueblo.
Un mundo de comunicadores de feria y de coaches, de flautistas de Hamelín que se fabrican a golpe de TikTok e Instagram; un mundo de «genios» gestores que posan con los brazos cruzados, como diciendo «aquí estoy yo; solo puedo contar éxitos, uno tras otro, porque en nuestras vidas no cabe ni la duda ni el fracaso»; un mundo de Bisbales que no paran de tirar patadas al aire; de falsos cum laude y vergonzosos honoris causa; un país masoquista donde todo lo que viene de fuera es idílico y ejemplar, y donde los influyentes pronuncian discursos grandilocuentes escritos por algún negro, que nunca han soñado, y que, si me apuran, ni siquiera comprenden.
Muerte de un poeta, muerte de un amigo. Pocas cosas merecen la pena. La poesía es un bálsamo que no admite mercadeo, que surfea la mediocridad y la mentira. Es la poesía la que nos hace mejores, más humanamente humanos.
Como dice un conocido blues: «Woke up this mornin’, rain pourin’ on my bed, / Sun won’t shine, just a storm cloud in my head. / Coffee’s cold, and my woman said she’s done– /She packed her bags, said ‘boy, the worst is yet to come’. / So if you see me smilin’, don’t be fooled by the sun– /I got a feelin’ deep down… the worst is yet to come».
Hay que tener esperanza, porque cada día nace un poeta. Solo hay que esperar a que crezca y se haga palabra.
Que sirva este triste ensayo como homenaje a aquell@s desconocid@s que hacen que todavía el género humano merezca la pena, aunque nunca sean reconocid@s.
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