Era el señor del piano español. No solo por su aspecto siempre impecable, como recién salido de un sofisticado salón de té, sino por sus maneras exquisitas y amables, tan acordes con su pianismo, capaz de lo mejor. ¡Cómo olvidar sus dedos en el segundo movimiento del Concierto en Sol de Ravel! Y en tantas y tantas otras obras que él tocaba con ese refinamiento y arte que llevaba en los genes más incluso que en la cabeza. Joaquín Soriano, que siempre pareció eterno y sin fin, como un personaje barojiano o quizá de Clarín, ha muerto ayer viernes, con 84 años, después de una vida con tintes novelescos en la que su condición de artista y de maestro de pianistas fue columna vertebral. Acaso ningún otro pianista español de hoy haya tenido tal cantidad de alumnos, de buenos alumnos. La nómina es interminable. Entre ellos, Rosa Torres Pardo, Brenno Ambrosini, Jesús Rueda, Claudio Martínez Mehner y el valenciano Carles Marín. Tanto en su cátedra del Conservatorio de Madrid como todos los que acudían a sus cursos magistrales en infinitud de países y latitudes.
Era amable, generoso, políglota y apasionado de la pintura y del arte en general. Brillante y dotado de un fino humor no exento de ironía. Leonés aunque presumía de valenciano. Había nacido en la pequeña localidad de Corbón del Sil, en 1941, pero pronto se trasladó a la capital del Túria, donde comenzó su formación pianística con el alberiquense Leopoldo Magenti, al que siempre consideró como su primer maestro. Luego, como Iturbi y tantos otros músicos españoles, y cuando su talento era más que evidente, emprendió el camino a París, en cuyo Conservatorio estudió con Vlado Perlemuter y Marcelle Heuclin. Allí consolidó una técnica refinada y rica en colores y registros. Se convirtió así, tras pasar también por la Viena de Alfred Brendel, en un pianista, que como su antecesor, el alicantino Gonzalo Soriano -con el que no guardaba ningún parentesco-, se distinguía por una expresividad natural y transparente, matizada y regida por una personalidad artística que era consustancial a su manera de ser y de vivir. A todo ello sumaba algo tan imprescindible como el talento y unas maneras de bon vivant que marcaron su hacer ante el teclado y fuera de él.
Pronto descolló como pianista. Primero en algunos importantes concursos internacionales (como el Viotti y el Jaén, en los que consiguió el primer premio, y el Casella, donde se llevó la medalla de plata), y luego con una carrera que se expandió internacionalmente, con actuaciones en algunas de las más reputadas salas de concierto y festivales de Europa y América, y junto con orquestas de tanto rango como la ORTF de Francia, Gürzenich de Colonia o la Sinfónica de Londres. Como artista español, defendió siempre el gran repertorio nacional, desde las obras más características, a otras más recónditas- Tocó mil y una veces Noche en los jardines de España, que grabó con Frühbeck y la ONE en 1998. En València, en el Palau de la Música, hizo brillar, en febrero de 1998, la Rapsodia portuguesa de Ernesto Halffter, junto con la Orquestra de València dirigida por Cristóbal Halffter.
Tampoco desechó la música de cámara. En 1978 fundó el Trío de Madrid, junto con el violinista Pedro León y el violonchelista Pedro Corostola. Era académico y pudo cubrir su pecho con condecoraciones y reconocimientos que le hicieron caballero -lo era de natural- y mil cosas más que le encantaban. Fue, además, y entre otras muchas cosas, director artístico en València del Concurso Iturbi. Con su muerte, València y España pierden a uno de sus más ilustres y dotados talentos del teclado. Pero su pianismo sigue y seguirá vivo en sus alumnos y en los alumnos de sus alumnos, en esa maravillosa columna vertebral -sin fin, como él- que conforma la hermosa historia del piano. El artista ha fallecido este viernes en Alicante.
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