El pasado 7 de julio, el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, visitaba Estados Unidos y se reunía con el presidente Donald Trump en la Casa Blanca. A pesar de la euforia que rodeaba el encuentro, tras los ataques demoledores contra los laboratorios iraníes por parte de ambos países, se mascaba algo raro en el ambiente.
Mientras Trump hablaba de éxito sin paliativos y prometía además un alto el fuego inminente en Gaza —“podría ser esta misma semana”, llegó a afirmar, aunque es una frase que utiliza habitualmente—, Netanyahu insistía en el peligro que aún suponía Irán para Occidente y solo se refería muy vagamente a las negociaciones en Doha, que para entonces ya llevaban un par de semanas a falta de la firma final.
Porque el caso es que el acuerdo parecía hecho: sesenta días de tregua garantizada, retirada parcial de tropas, entrega de diez rehenes vivos y del cadáver de al menos veinte fallecidos y liberación de centenares de terroristas encarcelados en Israel. Los representantes de Hamás en Qatar habían dado su visto bueno y los negociadores israelíes se mostraban satisfechos con las condiciones… básicamente porque las habían presentado ellos mismos.
No era aún una “victoria total” como había prometido Netanyahu en repetidas ocasiones, pero se le acercaba. No había compromiso alguno más allá de esos dos meses y el regreso casi total de los rehenes podía suponer una campaña muy necesaria de relaciones públicas para el Gobierno israelí, acosado por los ultraortodoxos por un lado y por los liberales por el otro. Para Hamás, por último, era la oportunidad de recomponer sus fuerzas y, sobre todo, de garantizarle a su pueblo un tiempo de paz y tranquilidad.
Incluso la ONU estaba dispuesta a encargarse de la entrada y la entrega de la ayuda humanitaria, en especial comida y bebida, tan escasas en la Franja y, sobre todo, tan mal repartidas. A Israel no le hacía gracia porque entendía que la UNRWA tenía demasiados vínculos con los terroristas, pero, parecía, estaba dispuesto a ceder en este punto pues las ventajas superaban a los inconvenientes. Todo pintaba color de rosa, pero todo, de nuevo, se ha venido abajo.
Un desacuerdo inconcebible
Y es que Hamás e Israel siguen con su perverso tira y afloja mientras la población de Gaza pasa por una hambruna feroz y las FDI siguen bombardeando aleatoriamente colas de civiles esperando su ración de comida. Incluso los encargados de alimentar a los gazatíes están viviendo en condiciones penosas y con multitud de carencias. Israel anunció este jueves que su equipo negociador se retiraba de Doha por orden de Netanyahu. La razón: Hamás habría pedido que se liberara a más prisioneros.
Después de marear durante quince meses a la Administración Biden, terroristas e israelíes llevan seis haciendo lo propio con Donald Trump, Marco Rubio y Steve Witkoff. Su Administración se estrenó con el anuncio de un alto el fuego en la zona que, al menos, sirvió para que decenas de rehenes volvieran a sus casas con vida. Eso sí, no duró demasiado y nunca pasó de la primera fase a la segunda: las diferencias sobre el futuro de la Franja eran demasiadas.
La madre desplazada Samah Matar sostiene a su hijo desnutrido Youssef en la ciudad de Gaza.
Reuters
Desde entonces, y van cinco meses, más muerte, más bombardeos y más horror humanitario. En ese tiempo, Israel ha tenido tiempo para atacar además a los hutíes en Yemen, a los terroristas de Hezbolá en Líbano, a los ayatolás en Irán y al nuevo Gobierno de la HTS en Siria. El trato a los civiles gazatíes y el bombardeo a la iglesia católica de la Sagrada Familia de Gaza ha provocado además la crítica de los países europeos y la firme condena del Vaticano, empezando por el propio Papa León XIV. Y ha traído, también, la promesa de Emmanuel Macron de que el Estado palestino sea reconocido en septiembre por Francia.
Cuanto peor, mejor
Tampoco está demasiado contento el propio Trump. Al fin y al cabo, está poniendo mucho para conseguir la solución pacífica del conflicto y eso son fuerzas que no se pueden desviar a los asuntos domésticos que tanto le aprietan en las últimas semanas.
Witkoff y Rubio han abandonado prácticamente la cuestión ucraniana para centrarse en Oriente Próximo. Sus avances son tan escasos como los de Jake Sullivan y Antony Blinken. Cuando todo el mundo parece dispuesto al acuerdo y la Casa Blanca se prepara para la firma, algo surge a última hora que echa por tierra cualquier esperanza.
De la crueldad de Israel a la hora de pasar por encima de los derechos humanos de los civiles gazatíes se ha hablado mucho y con mucha razón. No se habla tanto, sin embargo, de la enorme frivolidad de Hamás, que ve cómo su pueblo agoniza y rompe acuerdos por cuestiones tan mínimas como es el número de prisioneros a liberar. La organización terrorista siempre se ha servido a sí misma y nunca ha dejado de extorsionar y aterrorizar a su propia ciudadanía, a la que mantiene como rehén desde hace casi veinte años.
Cuando cualquier otro gobernante —recordemos que Hamás derrotó a la Autoridad Palestina en la guerra civil por el control de la Franja en 2006— cuidaría que el acuerdo de paz fuera beneficioso para su pueblo, Hamás se enroca en el “cuanto peor, mejor”. En otras palabras, para la organización terrorista, cuanto peor sean las condiciones en Gaza, mayor poder podrá ejercer sobre una ciudadanía famélica y desesperada y menos apoyos tendrá Israel en el ámbito internacional.
Esa fue siempre la posición de Yahya Sinwar y de su hermano Muhammad Sinwar, ambos muertos ya en sendos ataques israelíes, y nada parece haber cambiado bajo la nueva dirección en Gaza. Mientras la rama “política”, instalada en Doha desde hace años, sí parece más interesada en una solución negociada, los guerrilleros de los túneles de la Franja siguen prefiriendo la sangre y el fuego. En medio, millones de seres humanos siguen condenados al hambre, la sed y la muerte… y decenas de padres y madres viven, al otro lado de la frontera, en la agonía de no saber, desde hace veintiún meses, qué ha sido de sus hijos.