Tan acostumbrada está la gente a la denostación de la política y los políticos que la propia palabra se ha vuelto de difícil manejo, como si hubiera que empezar defendiéndola. De hecho de alguna manera lo estoy haciendo.
Sin embargo la política es una actividad noble, necesaria y digna. Por cada uno que la envilece hay otros muchos que reafirman esa dignidad. Sin duda Antonio Trevín ha sido uno de ellos.
Ahora bien, el caso de Trevín es realmente singular por la fuerza de su vocación política, en el mejor sentido, o sea, el de servidor público, por su espíritu de lucha y por su versatilidad. Podría decirse que, siendo incuestionablemente socialista, esa condición de servidor público ha prevalecido siempre en él, como de modo natural pone de manifiesto el predominio del sintagma –servidor público– en todos los recuerdos necrológicos tras su muerte. Se diría que, aunque en realidad esa condición vaya unida a la de político, en pocos casos como el suyo se revela como dos modos de nombrar lo mismo.
Las inundaciones de Llanes
Esto que digo resultó para mi patente desde el mismo momento en que lo conocí y empecé a mirarlo con especial respeto, hace más de cuatro décadas, cuando en las dramáticas inundaciones en Llanes de agosto de 1983, siendo él cabeza de la oposición municipal y yo reciente Presidente del Principado, me lo encontré en la zona más afectada, en concreto en Rales, con botas altas de agua tratando de organizar in situ el auxilio a los vecinos. A partir de ahí, en una larga vida política sería alcalde de Llanes –con una gestión larga y portentosa que transformó el concejo, erigiéndolo en padre del Llanes moderno– luego presidente del Principado, delegado del Gobierno y diputado a Cortes, amén de otros cargos medios y funciones varias, todas desarrolladas por él como si fuera lo más importante que en ese momento podía hacer en la vida, con eficacia y verdadera altura, consciente de la que exigía la propia condición de cargo público.
Su último intento, el de volver a ser alcalde llanisco tras unos años en la actividad privada, fue un ejemplo de bizarría, aunque finalmente frustrara el intento la alianza –sin duda legítima– entre minorías locales. Su tiempo en la Presidencia del Principado, en el final del primer ciclo socialista en Asturias, fue demasiado corto para que pudiera desplegar a plenitud su propia personalidad política, pero en ese periodo reforzó el asturianismo, se implicó en una problemática que parecía ajena a él, la de la industria, además de la del campo y el emergente turismo, y reafirmó la línea de trabajo del reequilibrio regional y la defensa del medio ambiente. Lleva su firma como Presidente, respecto de esto último, el crucial Decreto de mayo de 1994 que aprueba nada menos que el Plan de Ordenación de los Recursos Naturales de Asturias, en el marco de la Ley 5/1991, una de las últimas de mi tiempo. Trevín mantuvo en la Consejería de Medio Ambiente a una persona del anterior gobierno de Rodríguez-Vigil muy importante en la materia, María Luisa Carcedo.
La singularidad de Trevín
Pero no es mi propósito enumerar sus méritos y logros –pues son innumerables– sino resaltar la singularidad del político Trevín. Su condición de político socialista era para él inseparable de los principios que dan sentido a esa condición. Creo que no solo no los perdió jamás de vista, sino que los tuvo presentes en todo momento a la hora de la acción pública y la conducta privada. Sin embargo la intensidad de esas convicciones nunca le llevó al sectarismo, ni respecto de otras organizaciones ni respecto a las facciones que de modo inevitable se forman en un partido. Eso hizo de él un eterno promotor de la concordia interna y las «terceras vías», un camino siempre de poca afluencia por su alto riesgo, el de quedar emparedado entre facciones, sin recoger tampoco los premios mayores de la incondicionalidad.
Quedó muy clara esa línea suya cuando, tras dejar su escaño en el Congreso en 2017 por disconformidad con la entonces nueva línea del PSOE –la encarnada por Pedro Sánchez– reafirmó su voluntad de acatar disciplinadamente lo que la mayoría había resuelto, independientemente de cuál fuera su opinión al respecto. Esas fueron más o menos sus palabras. Y hasta el último día fue coherente con ellas, incluso en conversaciones privadas.
El coraje de Trevín
Por lo demás, del coraje de Antonio Trevín en la dimensión pública y de entrega de la propia vida da cuenta incluso su decisión de contar en vivo y en directo su reciente y dramática lucha contra el cáncer de páncreas, una opción realmente discutible. ¿Por qué la adoptó? Creo de veras, descartando un último afán protagónico, que en ese momento se planteó cómo podía hacer útil, para la gente en general y los enfermos en particular, una dolencia que se anunciaba ya con los peores augurios, predicando con el ejemplo las virtudes del coraje, la imperturbable serenidad y la dignidad humana. El eco de ese ejemplo en el mundo hospitalario me llegó por diversos conductos.
La última vez que lo vi fue el pasado domingo, en su vivienda en Llanes. El ambiente expresaba, lógicamente, el dolor acumulado y la falta de esperanza. Quise verlo y su esposa Luisa, que tras una ejemplar entrega durante medio año, rebosante de amor, responsabilidad conyugal y sentido de la dignidad, veía ya inminente un fatal desenlace, me dijo que descansaba dormido y procurara no despertarlo. No sé por qué no atendí su ruego, pues nada más entrar, junto al común amigo Juan Cofiño, presidente de la Junta General, que le visitaba con mucha frecuencia, dije «¡qué tal Antonio!». Trevín despertó, se empeñó en incorporarse un poco y los tres empezamos a hablar. Antonio estaba en paz, con el corazón limpio, la conciencia libre de angustia y la mente clara. Había una pulcra belleza en su gesto. Poco a poco fuimos dando con el tono y la charla se prolongó, presidida por el sentido de humor que compartíamos, dos horas y media. Nos despedimos sin el menor dramatismo. Después volvió a dormir. No tengo la menor duda de que descansa en paz.
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