Los grandes relatos generales para el consumo ciudadano contemporáneo -en el periodismo, en las ficciones escritas y grabadas y en las políticas de los partidos y gobiernos- marcan dos tendencias que son simultáneas y hasta hace poco eran contradictorias: el victimismo y el éxito. Aceptamos ser víctimas de todo sin ser perdedores para nada.
En las viejas construcciones, la víctima era un perdedor. En las nuevas, el victimismo cotiza emocionalmente y en algunos casos se puede «monetizar» o sea «sacarle pasta», el mayor signo de la victoria y la mayor negación de la derrota porque los pobres y los poco espabilados son «perdedores».
Ahora que todo se visibiliza y se quiere visibilizar -con lo que aturde ver tanto y siempre pautado desde el punto de vista piadoso y acrítico- la víctima cobra en protagonismo y eso -que antes tenía su riesgo porque hay muchas causas reclamando atención- ahora recibe a cambio, como un impuesto, un porcentaje fijo y alto de empatía, moneda de curso social de mucha inflación por la ligereza con que se mueve.
Hay una forma de integración social en el victimismo. Cuando algo le sucede a una persona de referencia y se ven los réditos que rinde y el grupo que forma muchas personas quieren estar ahí y beneficiarse de esa temperatura ambiente. En el extremo de la misma dinámica hay personas que por nada del mundo quieren quedar fuera de esa dulce melé. Todo eso es aceptado porque se ha extendido el derecho de las emociones y ya no hace falta ser ni demostrar nada, basta con sentirlo. ¿Quién puede negarle a otro lo que siente, aunque lo finja por hipocresía o lo alcance por sugestión? Además, a partir de la igualación de las escalas por el dogmatismo creciente, es tan afectado el dañado en micro (que apenas se percibe), como el perjudicado en macro (la víctima real). Hay sitios y situaciones horribles pero acompañado y atendido se está mejor que solo y olvidado. Por el principio de empatía a todo el mundo le pasó un poco todo. Desconfíe y evalúe.
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