Créanme, entiendo perfectamente el sentimiento de pertenencia a un partido, que tiene diversos grados de emocionalidad, desde la entrega ciega y sin el menor resquicio de duda, a la aceptación resignada de esa pertenencia, pero sin renunciar a ella. Las razones de esa adhesión son muy variadas, y en cada individuo, en cada militante o votante actúan en diversa forma, todas en conjunto o en número variable: familiares, históricas, de tradición de grupo. La llamada «ideología» es un conjunto de análisis y discursos más o menos imprecisos sobre lo que es el mundo y a dónde debe ir. Sobre estos vectores enunciados, que no son todos, se suman otros dos, acaso los más activos en realidad, los más determinantes: que el partido o grupo en que se está, en que se milita, es moralmente superior al otro, el camino correcto de la historia, y que, en último término, el triunfo de los propios es un bien absoluto, pues el triunfo de los otros es el mal. Pónganle matices, pero es esto lo fundamental.
Me llama la atención lo que ha venido pasando en los últimos tiempos, los sánchez-zapateriles, con el PSOE, y las reacciones que sus fieles o exfieles han tenido ante ciertos acontecimientos. Recuerdan perfectamente que tras negar la posibilidad de amnistía y del cupo catalán, y habiendo apoyado el 155 aplicado a Cataluña gobernando el PP, tras la proclamación unilateral de la República Catalana, el PSOE sanchista ha «cambiado de opinión» y ha suprimido el delito de sedición, reducido penas por malversación y pactado un modelo singular de financiación para Cataluña que es una fórmula de «cupo», como el vasco o el navarro. La justificación «moral-política» es que esas decisiones han contribuido a «pacificar», «desinflamar» Cataluña. Ahora bien, ello es, en cualquier caso, inseparable de una realidad incuestionable: han contribuido, con el voto de Junts y de ERC a que Illa y Sánchez sean presidentes.
Algunas informaciones nos dan cuenta del malestar que se apodera de algunos de los votantes y militantes socialistas, que no obstante, siguen fieles en su adhesión y voto. Quien siga las redes sociales –y los discursos de ciertos ministros– se dará cuenta de que todo ello no ha producido mella alguna en otros muchos y que ha encendido, más bien, su ardor guerrero.
Ahora bien, se han producido algunas manifestaciones entre militantes y exmilitantes socialistas que demuestran que el terremoto emocional es mayor de lo que aparenta. Así, a finales de junio, cerca de cuarenta exministros, ex altos cargos y militantes históricos del PSOE pidieron en carta a Ferraz que Pedro Sánchez dimitiese, el Comité Federal nombrase una gestora y se convocase un Congreso Extraordinario para una nueva dirección, por la corrupción y por las «espurias decisiones políticas». Felipe González ha anunciado que no votará al PSOE si Sánchez es candidato. «La amnistía es corrupción política», ha afirmado.
Y con respecto a la martingala de la financiación singular para Cataluña que «podría ser singular para todos», el cupo catalán, similar al vasco o navarro, se han manifestado –expertos hacendistas y economistas, aparte– los presidentes de Castilla-La Mancha y Asturias, el secretario general de Extremadura y otros. En Asturies lo han hecho los expresidentes Juan Luis Rodríguez-Vigil y Javier Fernández. Este ha manifestado que «atenta contra la estructura política de España». Y de forma no menos rotunda lo ha hecho Josep Borrell. El juicio común: favorece a las regiones más ricas, atenta contra la igualdad de los ciudadanos, disminuye la capacidad reequilibradora del Estado, empobrece a las regiones de régimen común.
La respuesta de los ministros, de los altos cargos del PSOE y de muchos de los enfotaos de las redes ha sido así: «No se enteran», los más discretos. «Se han pasado a la derecha», los más combativos. «Que se vayan del PSOE», los más pachilopescos.
Bien, hay un roto en el socialismo, eso es evidente. Sobre el asunto de la amnistía, la eliminación del delito de sedición y las rebajas en la malversación, no caben ya más que las quejas, salvo la improbable intervención de Europa. Pero la materia de la financiación extraordinaria de Cataluña, su salida del régimen común, pasando de los tres millones de privilegiados fiscales de Euskadi y Navarra a once, si se suman los ocho millones de catalanes, está aún en juego.
Y la pregunta fundamental, la piedra de toque de la decisión de los representantes socialistas, de los presidentes de Asturies y Castilla-La Mancha, de los diputados de esas comunidades y de las demás es esta: ¿cuando tengan que defender de verdad los intereses de sus ciudadanos, aquellos que los eligieron para eso, qué votarán?
Es evidente que se ofrecerá un plus de financiación para todos, probablemente en el Consejo de Política Fiscal y Financiera, con que se pretenderá engatusar a los reticentes y, sobre todo, dar un pretexto a los socialistas para votar sí al cupo catalán y al empobrecimiento de todos. Porque ese aumento general de financiación solo se puede cubrir con más impuestos, más deudas y menos capacidad del Estado para intervenir y repartir, si se quiere establecer permanentemente una mayor igualdad entre los ciudadanos.
Y ahí está la pregunta, ¿qué votarán? Porque hasta pueden mantener la compostura en el Consejo de Política Fiscal y Financiera, donde da igual lo que voten, ya que el Gobierno y Cataluña tienen más del 50% de los votos.
No, si es que pasa la nueva Ley por las Cortes, que debería ser nueva y Ley y pasar, si no inventan alguna maturranga que ya dilucidará pasados los años el Constitucional, ¿qué votarán? ¿Cuál será su fidelidad? ¿A la Iglesia, al partido, o a sus representados, a los ciudadanos?
Ver veremos.
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