La extrema derecha japonesa fue hasta las elecciones del domingo una pintoresca nota a pie de página en la política nacional. Los resultados certifican su briosa irrupción. El partido Sanseito, que apenas contaba con un escaño en la cámara alta, ha sumado otros 14. Mientras la derecha tradicional hegemónica se desinfla y los progresistas muestran su secular inutilidad, el populismo pesca adeptos en la incertidumbre económica y la ansiedad social.
Sohei Kamiya, antes profesor de inglés y gerente de supermercado, fundó Sanseito en 2020. Viene de las filas del Partido Liberal Democrático, en el Gobierno casi sin pausa desde la Segunda Guerra Mundial, y ha reconocido su admiración por las asilvestradas formas de Trump y los partidos de extrema derecha alemanes y británicos. Como el millonario estadounidense se sirve de las redes sociales para enviar sin filtro sus mensajes a su masa de seguidores. Su cuenta de Youtube roza el medio millón de fieles, casi el triple que la del partido gobernante. Ahí nació su andadura durante la pandemia con proclamas antivacunas y especulaciones sobre secretas organizaciones de millonarios internacionales. De las conspiraciones pasó pronto al nacionalismo excluyente del “Japón lo primero” que culpaba a la población extranjera de los males del país. Su discurso es una confusa amalgama donde caben críticas a la antiglobalización (“Si no la resistimos, Japón se convertirá en una colonia”, advirtió), la defensa de los roles tradicionales de la mujer (propuso que el emperador recuperara la tradición del concubinato y ha calificado de error las políticas de igualdad de género) y propuestas para multiplicar el gasto social por más que la deuda nacional haya alcanzado volúmenes inquietantes. Representa, en definitiva, una inédita fórmula de populismo autóctono.
La extrema derecha carecía de hueco en Japón porque el PLD absorbía las sensibilidades más rurales. Pero el primer ministro actual, Shigeru Ishiba, es mucho más tibio que Shinzo Abe, patrón del nacionalismo japonés y depositario de las esencias del partido. Se añade, además, el anhelo de los más jóvenes por cambiar un panorama político debilitado durante décadas y el populismo de Kamiya supone una novedad. Las encuestas revelan que entre sus seguidores, masivamente veinteañeros y consumidores de internet, cada vez hay más trabajadores de clase media. La incertidumbre también ha catalizado en Japón el auge de la extrema derecha. El país suma décadas con la economía gripada y los esfuerzos de esta administración tampoco han servido para aumentar los salarios ni embridar una inflación que castiga todos los bolsillos. En el horizonte, además, asoman los aranceles estadounidenses que podrían tumbar la industria tecnológica y del automóvil. Frente a la habitual amenaza norcoreana y el auge de China propone la extrema derecha armarse hasta los dientes. Esa propuesta, y el previsible revisionismo sobre los desmanes cometidos por Japón el pasado siglo, soliviantarán a buena parte del continente.
Los japoneses siempre han sido celosos de su sociedad homogénea y costumbres ancestrales que ha perpetuado su insularidad. La política Sakoku del siglo XVII prohibió que los japoneses salieran del país y entraran los extranjeros bajo amenaza de muerte. Hoy cuenta con 3,8 millones de extranjeros, lo que supone un aumento del 10 % respecto al pasado año, pero representan apenas un 3 % de la población total. Sólo el rápido envejecimiento demográfico y la menguante mano de obra convencieron al Gobierno al fin de que urgía flexibilizar los visados de trabajo. Para muchos japoneses, sin embargo, la masa extranjera diluye las rígidas costumbres locales y amenaza la seguridad ciudadana. Esa percepción ha sido multiplicada por las oleadas de turistas, casi 37 millones el pasado año, que con sus modales asilvestrados pervierten la milenaria armonía. Las redes sociales dan fe de ellos, desde el paso bloqueado en las escaleras mecánicas del metro a los graffitis en templos históricos. También se han viralizado asuntos más serios cometidos por extranjeros como asaltos sexuales, robos en tiendas, venta de drogas o conducciones en sentido contrario. La amenaza, real o imaginaria, se ha asentado en el centro del debate social y político. El Gobierno, para rebajar el trasvase de votos a la extrema derecha, ha prometido una política de “cero extranjeros ilegales” y en vísperas electorales anunció una nueva agencia para luchar contra “los crímenes y conductas desordenadas” de los foráneos.
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