Cristóbal Montoro, ese exministro de Hacienda rescatado del serial de Los Sipmson, ha rescrito la leyenda de Robin Hood a la inversa: durante décadas aflojó el bolsillo de las clases medias y ahora sabemos que ayudó a llenar de manera generosa la cartera de los ricos, por medio de cuidados artificios. El arquero siempre desviaba la flecha si el objetivo era un amigo con capital en Suiza. Si el disparo iba dirigido, en cambio, a autónomos, a pensionistas y a sufridos trabajadores, la saeta siempre acertaba en el corazón de la manzana.
Con Montoro, Hacienda éramos todos, pero unos más que otros. En beneficio de los poderosos, el ministro desplegó sin reparos la alfombra roja para el retorno del veraneo de sus paraísos fiscales, de manera que pudieran llegar a tiempo, lavados y bien peinados, al palco del Bernabéu. Hacienda roció con colonia de marca el rastro de la pasta de unos cuantos a sabiendas de que el dinero sucio, como el estiércol, si se amontona huele.
Como el sheriff de Notingham, el ex contable del Gobierno de Rajoy se dedicó al saqueo mientras predicaba austeridad al prójimo. Hizo la ley y fabricó la trampa, con la ayuda de un equipo habilidoso en el arte de birlibirloque de esconder la pasta al fisco. El fisco eran ellos.
Que Montoro resulte imputado en tiempos de Koldos y Cerdanes pone de manifiesto que la corrupción no tiene ideología, y que los mangantes se manejan a diestra y siniestra. Que si unos optan por la mordida cutre y meretriz, los otros roban de guante blanco y corbata de Hermés. El delito es el mismo, y el pagano, el de siempre: el sufrido contribuyente.
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