Vengo constatando la verdad de un tópico muy extendido según el cual, a medida que avanza la edad, retrocede la memoria de suerte que los recuerdos se remontan a la más remota infancia. Cuanto más atrás, más lucidez, y cuanto más próximos los acontecimientos, más desdibujados. Pero curiosamente recuerdo con precisión mis primeros devaneos ideológicos allá por los 60 del siglo pasado, cuando no tendría más de 10 años. Por entonces, como tantos miles de críos, había tenido contactos con la OJE (Organización Juvenil Española), lo que supuso mi primer contacto con la Falange, versión española del fascismo italiano de Mussolini. Poco después en lógica secuencia, sufrí el contagio de un virus más peligroso. En mi caso, el instrumento transmisor de ese contagio fueron unos tebeos titulados Hazañas bélicas que plasmaban aventuras militares en el contexto de la guerra germano-rusa en la que tenían los soldados españoles de la División Azul, un importante papel como protagonistas. El tratamiento de unos y otros ejércitos era obviamente sectario hasta en los temas menores, como los respectivos uniformes: pobres y menesterosos en el caso de los rusos, y ricos y pletóricos los de los alemanes. Bastaba observar la pulcritud y su estética para comprender quiénes eran los buenos y quiénes los malos de solemnidad.
En aquellas sesiones, nuestro comportamiento era tan infantil como sectario, pues la cosa consistía en permanecer todos sentados en la butaca del cine mientras iban ganando la guerra los alemanes y levantarnos ruidosamente cuando perdían. Mi vida política real se inició entre los años 68 y 69 y con el Partido Comunista de España. El escenario no podía ser más propicio, años 60 y Facultad de Derecho de la Universidad de Barcelona. Por los riesgos en que se incurría, era tal la escasez de militantes de partidos de izquierda que era fácil labrarse unos galones y un futuro garantizado como revolucionario «a tiempo parcial». Mi incorporación al PCE tuvo lugar en Madrid en un restaurante de lujo donde Romero Marín, alias el Tanque, nos entregó el carnet del partido a mí y a otros dos compañeros, un fiscal y un magistrado, con el encargo de «controlar» a los compañeros de Barcelona que, a través del PSUC, gozaban, al parecer, de una «excesiva autonomía».
Entretanto, los nuevos y viejos partidos empezaban a emerger en la sociedad tardofranquista con distinta fuerza. En el terreno de la izquierda, el peso mayor pertenecía al Partido Comunista, hasta tal punto que nuestros colegas europeos aconsejaban orientar toda acción política a sus directrices y consignas. En aquel momento el PSOE apenas contaba entre las fuerzas destinadas a dominar la izquierda. Hasta el presidente Mitterrand apostaba por los comunistas, pero Felipe González resistió el embate. Creía en un PSOE hegemónico y tenía la voluntad decidida de ganar rápidamente las elecciones. Frente a los socialistas franceses, la actitud de los socialistas alemanes y suecos fue la de apoyar a los socialistas españoles sin matices.
Y llegó la sorpresa. Los socialdemócratas ganaron las elecciones por un amplio margen que ya nunca volvieron a recuperar. Desde entonces, los comunistas no jugaron otro papel que el periférico, ser el partido político a la izquierda del PSOE.
La derecha democrática, por su parte, fue un invento de Manuel Fraga que supo exhumar de sus tumbas políticas a todas las derechas de España, incluidas las franquistas.
Adolfo Suárez, siguiendo los sabios consejos de Torcuato Fernández Miranda, tuvo el valor de pilotar la transición y tuvo, sobre todo, el coraje de afrontar con dignidad el Golpe de Estado y la valentía de legalizar el Partido Comunista en la convicción de que la reconciliación no tendría lugar nunca, mientras el Partido Comunista no fuera legal. El propio Aznar y también Leopoldo Calvo Sotelo supieron llevar con dignidad su oficio de presidentes del Gobierno. En el caso de Aznar, destaca su primera legislatura en la que intentó aunar en un buen número de temas, consensos sociales y políticos de amplio espectro. En el caso de Calvo Sotelo, hoy ya es posible apreciar la peculiar actitud y sentido del humor de quien fuera el titular máximo del Poder Ejecutivo. Cierto es que tal reconocimiento ha tenido que esperar décadas. Desde luego no tuvo en aquellos turbulentos días muchas oportunidades de gobernar, salvo en la represión del Golpe de Estado de 1981, cuestión que resolvió con relativa eficacia. La política era entonces más que nunca el arte de hacer lo posible. Con el punto de inflexión en aquel penoso episodio empezó a desvanecerse nuestra transición democrática, de manera paralela al final político de los grandes líderes de esa época (Fraga, Suárez, Calvo Sotelo, Felipe González, Carrillo, Roca y, hasta cierto punto, el propio Aznar o Alfonso Guerra). En todos los casos fueron personas dignas de respeto que actuaron con verdadero patriotismo, el que ostentan quienes anteponen los intereses del país por encima de los suyos propios. La consideración entre iguales fue su norma de conducta. Eran adversarios, que no enemigos. Imitarlos sería una buena medida y seguir sus grandes líneas políticas, tal y como corresponde a verdaderos hombres y mujeres de Estado.
Descalificarlos es una conducta mezquina, propia de personas acomplejadas y desconocedoras de nuestra historia reciente.
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